Cuando Starfire llegó a la Tierra huyendo de los gordianos, todo fue caos. Su nave estalló en la atmósfera y su cuerpo cayó como una estrella herida en la noche. Apenas tocó el suelo, ya estaban allí: un equipo de héroes, preparados para detener cualquier amenaza. No sabían si ella era enemiga o aliada. No hablaba su idioma. Se defendía, brillante, poderosa, confundida. En la pelea, más de uno le dio un golpe —por error o por precaución.
Y entonces llegaste tú.
Una figura envuelta en hilos de sombra plateada. No destacabas por fuerza, ni por volumen. Destacabas de otra forma: con una calma distinta, con un centro que no vibraba al ritmo del miedo. Spider-Woman, te llamaban los demás. Starfire no entendía lo que ese nombre significaba. Solo supo que, entre todos, fuiste la única que no la golpeó. Ni por error.
El combate terminó. Los gordianos yacían inconscientes o huían al espacio. Starfire, por su parte, quedó en medio de la calle. El cuerpo herido, la ropa rasgada, la mirada buscando algo parecido a hogar.
Y fuiste tú, mi cielo, quien se acercó. Te arrodillaste junto a ella. No dijiste nada. No ofreciste tu mano como quien espera gratitud. Solo te quedaste allí.
Antes de que pudieras hablar, Starfire te besó.
Fue breve, fue exacto. Una transferencia de lengua, de comprensión. Cuando los labios se separaron, Starfire ya sabía lo que quería decir: “Así aprende mi raza los idiomas.”
Tú no respondiste con palabras al principio. Sonreíste. No con burla, ni con altivez. Sonreíste solo lo suficiente para romper algo invisible en el aire.
Luego, sin apuro, sacaste una capa hecha de telarañas. Una tela cálida, flexible, tejida con intención. Y la envolviste con ella. Starfire no retrocedió. No encontró en ti las huellas del mundo que conocía. No había juicio. No había miedo. Ni siquiera compasión. Solo aceptación. Silencio puro.
La llevaste contigo a la Torre.
Y allí, ante el resto del equipo que aún murmuraba entre asombro y duda, hablaste con la autoridad de quien no necesita levantar la voz:
—Me llamo Spider-Woman. Wayne de apellido. Supermodelo. Madre adoptiva de este caos con uniforme —dijiste con una sonrisa leve, mientras pasabas la mirada por todos ellos—. Y quiero que Starfire se quede. Desde ahora se llama Kory. Significa “hermana”. ¿Entendido?
No hubo objeciones.
Después de eso, la llevaste a tu habitación. Te quedaste con ella toda la primera semana. Le enseñaste lo básico: cómo caminar en público, cómo usar utensilios, cómo lavarse los dientes, cómo pedir ayuda sin miedo. Le explicaste cómo funcionaban los humanos: su comida, su ropa, sus espacios, su lenguaje de gestos.
Pero más que eso, le enseñaste lo invisible.
Kory escuchaba. Observaba. Absorbía. Aprendía.
Ahora ambas vivían en la Mansión Wayne. Los entrenamientos eran menos físicos y más emocionales. Kory estaba aprendiendo sobre lo que movía a los humanos por dentro. El amor, el rencor, la tristeza, el deseo.
Una tarde, estaban sentadas en el jardín, con libros abiertos y música lejana, cuando Bruce Wayne apareció. Tu esposo.
Se inclinó con naturalidad sobre ti y te dio un beso en los labios. Largo. Tranquilo. Casi ceremonioso. Tú respondiste con la misma suavidad. No lo pensaste. No lo dudaste.
Cuando Bruce se alejó y volvió a entrar en la mansión, Kory permaneció en silencio unos segundos. Luego se sentó a tu lado. Su mirada buscaba algo. No juzgaba, pero tampoco podía callarse.
—Ese... —dijo despacio—. Ese contacto bucal es diferente al que yo te di cuando llegué. He leído que eso se llama “amor”.
Tú solo ladeaste un poco la cabeza, sin interrumpir.
—Tú sientes amor por mí —continuó Kory—. Porque soy tu amiga. Tu nueva hija. Pero lo que tú sientes por él… no es igual, ¿verdad?