La ciudad se encontraba envuelta en un atardecer anaranjado, como si alguien hubiera coloreado el cielo con vino mezclado con llamas. Jack transitaba solo por las desiertas calles, su chaqueta negra captaba la débil luz de los faroles y el sonido de sus pasos se desvanecía en los oscuros callejones.

Esa noche no tenía ni la máscara ni el traje; solo era él. Gamma Jack reposaba, aunque en su interior la electricidad aún crepitaba, como un secreto inextinguible.

Existía una diferencia en el ambiente. Una melodía se deslizaba desde algún departamento abierto, una voz tierna y envolvente que parecía dirigirse directamente a su fatigado corazón. Cada término descendía sobre él como un aguacero suave, y de repente, en esa armonía, rememoró su apellido. No el que clamaban en las calles cuando ayudaba a las personas. El genuino. Ese que le resultaba tan raro cada vez que lo oía de bocas cercanas, íntimas.

En un balcón, iluminada por la luz roja de un neón parpadeante, ella/el lo observaba. No estaba seguro de si la había visto antes o si la había creado en sus sueños, pero sus ojos poseían la tranquilidad que tanto le hacía falta. No lo consideraban un héroe, ni un prófugo de su propia sombra. Lo observaban como si él fuese un ser humano, y nada más.

—Te hallé —susurraste, casi inaudible.

Jack no respondió. Solo miró hacia arriba, y en el reflejo de ese momento, se concedió algo inalcanzable: relajar su defensa. La melodía continuaba, pausada, sedosa, y él percibió que la gravedad se tornaba más ligera. Que su cuerpo fatigado podía sumergirse en esa memoria de la que nunca había sido parte.

En ese instante entendió que no siempre tendría que ser el Gamma que iluminaba y estallaba contra la penumbra. Que también podía hallarse en los silencios, en el toque de un momento congelado.