Cinco meses habían pasado desde que el hijo de Daemon y {{user}} vino al mundo. El castillo, por un breve instante, pareció más cálido. Las nanas se desvivían por atender al niño, los maestres decían que era fuerte como su padre, y los bardos incluso empezaron a componer tonadas en honor al heredero del Príncipe.
Pero a medida que el tiempo avanzaba, las miradas empezaron a cambiar. Ya no se posaban con ternura en la madre del niño, sino con un juicio disfrazado de cortesía.
—Parece que el embarazo no fue generoso con ella —murmuraban algunas damas, cuando pensaban que no las escuchaban. —Debe haber dejado de intentar agradar a su esposo… —decía un joven caballero, riendo entre copas. —Una pena. Tan hermosa antes, y ahora… —susurraban, como si {{user}} no tuviera oídos.
Esos comentarios eran pequeños cortes, imperceptibles para los demás, pero que sangraban sin cesar. Las costuras de sus vestidos empezaban a tensarse más de la cuenta, los espejos parecían burlarse, y cada paso entre la corte era una caminata entre cuchillas.
Al principio, {{user}} sonreía, fingía no oír. Pero con los días, comenzó a apagarse.
Se levantaba más tarde. Evitaba los paseos en público. En las noches, cuando Daemon se deslizaba en la cama para abrazarla, ella se hacía la dormida. Si él buscaba su piel, ella temblaba. No de miedo… sino de vergüenza.
Daemon no era ciego. Pero tampoco entendía. La miraba con la misma adoración, la misma hambre silente que desde el principio. Sin embargo, su esposa ahora bajaba la mirada. Y cuando la tomaba del rostro para besarla, ella respondía apenas.
—¿Hasta cuándo vas a seguir evitándome? No me has dejado tocarte en semanas. Me hablas solo cuando es necesario. Y cuando me acerco, retrocedes como si te doliera respirar junto a mí.