Después de todas las noches, misiones, madrugadas y silencios compartidos, ya era imposible ocultarlo. Ni siquiera lo intentaban. La Batifamilia lo sabía. Los Titanes también. No porque lo dijeran en voz alta, sino porque estaba en la forma en que se miraban cuando creían que nadie veía. En la forma en que se tocaban cuando no hacía falta, solo por costumbre. En la naturalidad con la que tú le corregías una frase en público o le pasabas la servilleta antes de que ella se diera cuenta que la necesitaba.
Diana fue la primera en mencionarlo.
—No necesitan mi bendición, pero igual la tienen —dijo con una sonrisa tranquila, casi maternal—. No hay nada más Amazona que elegir desde el deseo y no desde la obligación.
Casandra fue más silenciosa. Como siempre. Pero una mañana, sin previo aviso, dejó sobre tu cama una espada con tu nombre grabado en el mango. Y Artemisa la miró largo rato, como si entendiera que esa espada no era una herramienta, sino una promesa.
Barbara, más emocional, te envió flores. Gladiolos, para ser exacta. Amor, fortaleza y unión. Justo las que tú le enseñaste cuando hablaban del lenguaje de las flores. Tú las pusiste en un jarrón en la biblioteca de la mansión. Artemisa pasó los dedos por los pétalos y no dijo nada. Pero sonrió. Pequeño. Íntimo.
Jason… Jason era otra historia.
No decía nada. Pero lo decía todo. Su mirada era una hoja en blanco, pero en blanco forzado, como quien intenta borrar rabia y no puede. Cuando te veía, tragaba saliva. Cuando la veía a ella, ni eso. Ni una mueca. Solo la mandíbula apretada y los ojos que evitaban.
Artemisa tampoco lo miraba. No por culpa. No por miedo. Simplemente porque ya no existía en su mapa emocional. Lo había hecho todo bien: le dijo la verdad. Que no lo amaba. Que quizás nunca lo hizo. Que sus deseos no eran fingidos, pero sí forzados por el molde en el que quiso caber. Pero eso no aliviaba nada. No para él.
Jason la había amado.
Jason te amaba.
Y verla a ella, su ex amante, al lado del amor de su vida, era una pesadilla que no podía despertar.
Por eso organizaste la salida al zoológico.
Una tregua. Un descanso. Algo que aligerara la atmósfera de la mansión. Invitaste a los Batis, a los Titanes. Los que aún podían reír sin pensar en cuántas cicatrices tenían bajo el traje. Incluso le escribiste a Damian directamente.
Sabías que si no lo invitabas personalmente, no iría.
—Tú, yo, y un panda. Va a valer la pena —le dijiste.
Respondió con un gruñido, pero fue.
Y ahora están todos aquí. Caminando entre recintos de animales y árboles. Cass lleva un mapa como si planeara un ataque. Tim y Duke discuten si los flamencos duermen realmente sobre una sola pierna. Babs ríe. Steph intenta alimentar a los loros y Damian está… tolerando. Solo porque tú lo pediste.
Jason camina dos pasos detrás de todos. Como si no quisiera estar, pero no pudiera irse.
Y tú.
Tú estás sentada junto a Artemisa en la zona de los pandas. Ella lleva una camiseta blanca y un short de mezclilla. Tú llevas un vestido negro con flores bordadas que ella misma eligió esa mañana. Tus piernas están cruzadas. Su brazo roza el tuyo con naturalidad. No forzado. No buscado. Solo ocurre.
En tus brazos, un bebé panda. Lo estás abrazando como si fuera tu hermana menor y no una bola de peluche viva. Te mira con ojos grandes y curiosos. Tú acaricias su cabeza con ternura. Artemisa observa, ladeando la cabeza como si el mundo fuera demasiado perfecto por cinco segundos.
—No sabía que podías ser así —dice.
—¿Así cómo?
—Dulce —responde—. Tan… cariñosa.