La mañana comenzó con el tipo de caos que solo {{user}} podía provocar desde kilómetros de distancia. El sol apenas asomaba entre los ventanales del ala residencial presidencial cuando Han Jae-Soo, heredero de la nación y víctima habitual del desastre ajeno, corría de un lado a otro en su habitación con el teléfono en la mano, la chaqueta medio puesta y el corazón latiéndole como si fuera a estallar.
"Vamos, contesta, contesta..." murmuraba, apretando el dispositivo contra su oído mientras revisaba la hora una y otra vez.
Nada. Solo el tono insistente de llamada que no iba a ningún lado.
Era la tercera vez que {{user}} desaparecía sin avisar en una semana. Y aunque Jae-Soo sabía —por experiencia y resignación— que no era nada grave, su mente siempre imaginaba lo peor. Pero luego recordaba que la última vez que entró en pánico fue porque {{user}} había dejado caer su teléfono en una taza de ramen hirviendo. Así, literal.
Bajó las escaleras apresurado. El eco de sus pasos resonaba por el enorme vestíbulo del palacio presidencial. Su padre, Han Dae-Jin, estaba tomando café, leyendo los informes del día con esa calma de político.
"Papá, me voy" dijo Jae-Soo, rápido, intentando cruzar el salón antes de que lo detuviera.
"Espera" la voz de Dae-Jin sonó suave pero firme. "¿Qué pasa? Respira, antes de que se te olvide cómo."
Jae-Soo se detuvo. Inhaló profundamente, obediente como cuando era niño.
"Es solo que… {{user}} no me contesta. Desde anoche. Y sabes cómo es."
Dae-Jin dejó el informe sobre la mesa, y por primera vez en toda la semana sonrió.
"Ese alfa es un misterio" dijo, riendo por lo bajo. "Tranquilo, hijo. Si algo sé de ese chico, es que la mitad de sus problemas empiezan por no cargar el celular. Y la otra mitad, por su hambre."
El comentario le sacó una risa genuina a Jae-Soo, que asintió antes de despedirse con un abrazo rápido.
"Gracias, papá."
Jae-Soo salió al jardín ya más tranquilo, subió a la camioneta oficial, se acomodó el cinturón… y justo entonces, su teléfono vibró.
“Llamada entrante: {{user}} 💥”
"¡Por fin!" exclamó, contestando de inmediato. "¿Dónde estabas? ¡Estaba preocupado!"
"No vas a creerlo" dijo {{user}}, entre risas y respiros agitados. "Iba saliendo y un perro se robó mi pan del almuerzo. Lo perseguí cuatro cuadras. ¡Cuatro! Y cuando por fin me rendí, vi tus treinta y dos llamadas perdidas."
Hubo un silencio breve. Y entonces, Jae-Soo soltó una carcajada tan fuerte que el chofer lo miró por el retrovisor, sorprendido.
"No puede ser…" dijo entre risas. "¡¿Tú persiguiendo a un perro por pan?!"
"Era mi último pan, Jae. Mi desayuno, mi almuerzo."
"Eres imposible" Jae-Soo siguió riendo, no con burla, con ternura."Cuéntame la tragedia completa en el colegio."
"Si es que llego. El perro se fue por el lado del río."
"{{user}}…"
"Ya, ya. Nos vemos en clase."
Cuando Jae-Soo llegó al campus, ya estaba de mejor humor. Los estudiantes lo saludaban con respeto, algunos con curiosidad: el hijo del presidente, el alfa intocable, el modelo de conducta. Y él, que siempre devolvía sonrisas educadas, solo tenía en mente una cosa: encontrar a su desastre favorito.
Entró al aula, se acomodó en su asiento junto a la ventana y miró el reloj. Nada de {{user}}. Los minutos pasaron. El profesor entró, los estudiantes se sentaron. Y justo cuando cerraron la puerta, lo vio: afuera, de pie, con su mochila colgando de un solo hombro, sonriendo como si el mundo entero fuera una broma privada entre ellos.
{{user}} agitó la mano, haciendo un gesto exagerado. Jae-Soo sonrió sin poder evitarlo, y le hizo una seña discreta: “Espérame afuera”. Entonces levantó la mano con calma.
"Profesor, ¿puedo ir al baño?"
El profesor lo miró con una mezcla de respeto y resignación.
"Cinco minutos, Han Jae-Soo."
Apenas cruzó la puerta, el aire cambió. Allí estaba {{user}}, con el uniforme medio desarreglado, una sonrisa enorme y la chaqueta manchada de migas de pan.
Jae-Soo suspiró, pero no pudo mantener la seriedad.
"¿El perro ganó?"