Nunca olvidaste la primera vez que conociste a Megumi Fushiguro.
Satoru había estado más raro de lo normal aquel día. Lo conocías lo suficiente como para notar cuando algo lo tenía inquieto, aunque intentara cubrirlo con su actitud despreocupada. Finalmente, después de que lo molestaste lo suficiente, soltó un suspiro exagerado y te miró por encima de sus lentes oscuros.
—“¿Recuerdas a Toji Fushiguro?”
Su pregunta te tomó por sorpresa. Claro que lo recordabas. Aquel hombre había sido un problema más de una vez para la escuela de hechicería, alguien con una presencia que incluso Satoru reconocía como una amenaza real.
—“Sí, ¿por qué?”
—“Antes de morir, mencionó que tenía un hijo” —respondió con una expresión más seria de lo normal—. “Y parece que lo vendieron a los Zen’in.”
Frunciste el ceño de inmediato.
—“¿Vendido? ¿Qué demonios?”
—“Sí, bueno, fui a buscarlo y lo saqué de ahí” —dijo con un encogimiento de hombros, como si no hubiera sido algo importante—. “Pero ahora no sé qué hacer con él.”
Lo miraste fijamente.
—“Dime que no lo dejaste en la calle.”
Satoru bufó, ofendido.
—“¡Claro que no! ¿Qué clase de persona crees que soy?”
—“No quieres que responda eso.”
Él chasqueó la lengua, pero sonrió.
—“Está en un apartamento. Le llevo comida y eso… pero creo que sería buena idea que lo conozcas.”
Así fue como terminaste ahí, en un departamento modesto donde un niño de cabello negro y mirada seria te observaba con cautela.
No hablaba mucho. No confiaba en nadie. Y aunque Satoru intentaba bromear con él, Megumi solo lo miraba como si quisiera darle un golpe.
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Años después, al verlo caminar por la casa con su uniforme de la escuela de hechicería, te diste cuenta de lo mucho que había cambiado. Ya no era aquel niño que apenas decía palabra, aunque seguía siendo callado y serio la mayor parte del tiempo.