Nadie recordaba que Maegor el Cruel había tenido una hija.

Habían pasado años desde su muerte, y su reinado de terror había quedado atrás, enterrado bajo la paz que Jaehaerys había traído a Poniente. Pero tú eras su legado olvidado, la última prueba viviente de su sangre. Creciste con las historias de la caída de tu padre, de cómo Jaehaerys y su familia lo habían reemplazado, de cómo su reinado había sido tachado de maldición.

Y con cada historia, la rabia dentro de ti crecía.

Por eso intentaste matarlo.

No fue un ataque impulsivo, sino un plan meticuloso. Un intento de venganza por un hombre al que nunca conociste, pero cuya sombra se cernía sobre ti como un destino inevitable. Pero fracasaste. Los Capas Blancas te atraparon antes de que tu daga encontrara su corazón, y en lugar de la muerte rápida que esperabas, Jaehaerys decidió encarcelarte.

Y ahí fue cuando Aemon y Baelon te vieron por primera vez.

El Príncipe de Honor y el Príncipe de Fuego

Aemon era el mayor, el más noble de los dos. Vio en ti un reflejo de la tragedia, una mujer marcada por un linaje maldito pero que aún podía ser redimida. Creía en la justicia, en el perdón, en la posibilidad de que no fueras una amenaza, sino una víctima del legado de Maegor.

Baelon, en cambio, te vio como un desafío, como una llama indomable que quería doblegar. No confiaba en ti como lo hacía su hermano, pero tampoco podía ignorar la atracción que sentía. Había algo en ti, en tu fiereza, en tu veneno disfrazado de palabras suaves, que lo hacía desear tenerte para él.

Y tú, en tu celda dorada dentro de la Fortaleza Roja, viste algo más: oportunidad.

Sabías que no podías ganar con la fuerza, pero el amor de tus primos, eso sí podías usarlo.

Aemon te ofrecía protección, Baelon te ofrecía pasión. Ambos te deseaban, ambos estaban dispuestos a luchar por ti. Y en sus corazones, tú encontraste la herramienta perfecta para plantar la semilla de la discordia en la casa de Jaehaerys.