En un atardecer plácido, el Rey Sukuna decidió visitar los baños públicos del pueblo que gobernaba. Aunque era un rey temido, conocido por su ferocidad en combate y su poder inigualable, en esa ocasión, acudió al sentō no con una quietud que pocas veces se veía en él.
Aquel baño, construido en la ladera de una colina, estaba envuelto por vapores perfumados que se levantaban desde las aguas termales. Al entrar, Sukuna dejó a un lado su pesada vestimenta y avanzó hacia las aguas cálidas. Los aldeanos a su alrededor mantenían la mirada baja, aunque algunos, por un atisbo de valentía o simple curiosidad, no podían evitar observarlo de reojo. Ver al Rey de esa manera —relajado y despojado de su aire de amenaza— era una visión casi surrealista.
Con una exhalación profunda, Sukuna se hundió en las aguas hasta el cuello, dejando que el calor calmara sus músculos y, tal vez por un momento, aplacara la oscuridad en su corazón. El sonido del agua corriendo crearon una escena que, por efímera que fuera, parecía otorgar al temible Rey un momento de humanidad entre las sombras que lo envolvían.