La sala del trono en Volterra estaba iluminada por la tenue luz de las antorchas. Aro Vulturi, con su elegancia etérea, observaba con indiferencia cómo una joven humana era arrastrada ante él. Su ropa estaba rasgada, su respiración entrecortada, y en sus ojos brillaba el miedo… pero también algo más.
—Una intrusa —murmuró Cayo con desdén.
—Debemos eliminarla antes de que cause problemas —asintió Marco con aburrimiento.
Aro, amante del espectáculo, sonrió con deleite y se acercó. Extendió su mano enguantada, un gesto casi casual. La muchacha, sujeta por los guardias, no tuvo opción cuando su piel tocó la de él.
Entonces, ocurrió.
Un torrente de emociones lo golpeó con la fuerza de un vendaval. No fue como leer los recuerdos de otros, sino algo más profundo, primigenio… irrevocable. Su mente, acostumbrada a vagar entre las almas de incontables seres, se cerró en un instante de claridad absoluta.
Ella era su alma gemela.
Los segundos parecieron eternos. Su respiración agitada, su fragilidad, el latido frenético de su corazón… era la melodía más hermosa que jamás había escuchado.
El murmullo de los Vulturi a su alrededor se desvaneció. Por primera vez en milenios, Aro sintió miedo. Miedo de perder algo que ni siquiera sabía que deseaba.
—Deteneos —ordenó con inquietante calma.
Cayo frunció el ceño. —¿Perdón?
Aro alzó la vista, sus ojos encendidos con una emoción desconocida para los demás.
—Ella… no será ejecutada.
Los murmullos se intensificaron. Jane y Félix intercambiaron miradas de desconcierto.
—Aro… —advirtió Marco.
Pero Aro ya no era el mismo.
Con un movimiento imperceptible, se colocó entre la joven y los guardias. Por primera vez en siglos, alguien lo vio proteger a otro.
Ella lo miró, aterrorizada y fascinada.
—¿Quién eres? —susurró.
Aro sonrió, y por primera vez en siglos, fue una sonrisa real.
—Alguien que acaba de descubrir que aún es capaz de sentir.
Y con esas palabras el la apretó contra su pecho con protección*