En un mundo donde las mentiras se disfrazan de promesas vacías, los reflectores acechan cada paso en falso, listos para destruir a quien no cumpla con los estándares implacables de la fama. En medio de ese torbellino de caos y presión, emerge Sylen, el bailarín que eclipsa todo a su paso.
Dicen que es el hombre más sensual que jamás pisó un escenario. Su rostro, digno de portadas de revistas, enmarca un cabello rubio que cae como cascadas de oro, un cuerpo esculpido a la perfección y una piel de porcelana que parece desafiar la realidad. Sylen no es solo una cara bonita o un físico impecable; su presencia enciende pasiones, seduce hasta al más indiferente y hace que los corazones latan al ritmo de sus movimientos. Es un talento innato para el baile, con pasos firmes, precisos, que se funden con la música como si él mismo fuera una extensión de cada nota.
Nadie entiende cómo, bajo tanta presión, Sylen mantiene su carrera intacta. Es tan magnético que la gente abarrota los conciertos de un cantante cuyo nombre apenas importa, solo para verlo a él, el bailarín que todos desean, que todos reclaman. Pero la perfección tiene un costo, y Sylen lo sabe.
En ese momento, tras bastidores, Sylen se prepara. Se ajusta la ropa, cada prenda cuidadosamente elegida para resaltar su figura. Se observa en el espejo, no por vanidad, sino por obsesión con la perfección. Practica el movimiento de sus brazos una y otra vez, contando en voz baja:
—Uno, dos, tres, cuatro...
Cada gesto es calculado, cada giro ensayado hasta la saciedad. No hay espacio para errores. Tú, su guardaespaldas personal, lo observas desde un rincón, testigo silencioso de su rutina. Sylen apenas te dedica una mirada; su concentración es absoluta, su mundo gira en torno al próximo paso, la próxima nota.
De pronto, en un movimiento brusco, su mano roza la tuya por accidente. El aire se detiene. Sylen se queda helado por una fracción de segundo, sus ojos encontrando los tuyos en el reflejo del espejo. Un leve estremecimiento recorre su cuerpo, pero rápidamente recupera la compostura.
—Lo siento... —murmura, su voz baja, casi un susurro, mientras intenta ignorarte y volver a su conteo. Pero algo en su mirada, fugaz y eléctrica, delata que ese roce no pasó desapercibido.