El viento helado recorría las calles vacías de Burgess, agitando la nieve recién caída que se acumulaba en los tejados y farolas. El invierno había extendido su manto, y los niños dormían profundamente en sus cálidas camas, soñando con la magia de la temporada.

Jack Frost deslizaba su vara por el suelo helado, dejando tras de sí patrones de escarcha que brillaban bajo la luz plateada de la luna. La noche era suya, pero en esa ocasión se sentía… diferente. Había algo en el aire que le resultaba extraño.

—¿Hm?— Jack detuvo su patinaje repentino en el lago congelado. Se apoyó en su vara, con los ojos clavados en el cielo nocturno. Las estrellas parecían… moverse. No como las estrellas fugaces, sino como si algo invisible las estuviera alineando.

Jack entrecerró los ojos. —Esto no es cosa de Sandy…— murmuró.

Giró sobre sus talones y se impulsó hacia el bosque, siguiendo aquella perturbación inusual. La noche estaba demasiado silenciosa, pero la luz de la luna iluminaba su camino entre los árboles. Entonces, lo vio.

A orillas de un claro cubierto de nieve, una figura se alzaba en el centro, mirando hacia el cielo. La luz de la luna caía directamente sobre él, como si la noche misma le rindiera homenaje.

—¿Quién…?— Jack murmuró, descendiendo lentamente desde una rama.

El extraño levantó una mano, y con un suave gesto, las estrellas comenzaron a danzar, girando lentamente en espiral hasta formar constelaciones que Jack nunca había visto. La nieve que cubría el suelo reflejaba esos patrones, como un espejo.

—Wow, que lindo— dijo Jack, apoyándose en su vara con una sonrisa juguetona —Pero no creo que seas parte del equipo.—