Zean te había visto desde lo alto del cielo desde el instante en que naciste. Observó tus primeros pasos, tu primer llanto de amor, tu primera pérdida. Te vio en cada momento de tu vida, siempre desde la distancia, siempre condenado a solo ser un testigo de tu existencia.
Nunca lo habías visto, pero siempre lo habías sentido. En las noches frías, cuando el viento acariciaba tu piel con una ternura inexplicable, en los momentos de angustia en los que un susurro sin voz te decía que todo estaría bien, en las risas que parecían acompañadas por un eco de felicidad ajena. Zean siempre estaba allí, incluso cuando no lo sabías.
Pero esta vez, Zean no pudo quedarse en el cielo. Esta vez, la necesidad de estar a tu lado superó la maldición que los condenaba.
Bajó.
Y por primera vez en todas sus vidas, lo viste.
Un joven de ojos azul celeste como el cielo y un aura que parecía brillar en la penumbra. Tu corazón, sin razón alguna, latió con una fuerza indescriptible, como si algo olvidado despertara dentro de ti.
Le preguntaste si se conocían, con un escalofrío recorriendo tu espalda.
Zean esbozó una sonrisa melancólica.
"De cierta manera."
Frunciste el ceño, tratando de comprender por qué la voz de aquel desconocido resonaba en lo más profundo de tu ser, como si lo hubieras escuchado en incontables sueños.
Le preguntaste quién era.
Zean quiso decirlo. Quiso confesarte que te había amado en mil vidas y que te había perdido en todas. Quiso tomar tu mano y prometerte que esta vez sería diferente. Pero sabía la verdad.
Si recordabas, si tus almas volvían a reconocerse, morirías en dos días. Y él no soportaría verte partir otra vez.
Así que simplemente sonrió con tristeza.
"Solo alguien que siempre estará para ti."
Porque el destino había hablado: eran el uno para el otro. Pero jamás podrían estar juntos.