El primer recuerdo que tenía de Killian era su risa grave mientras conversaba con su padre en la terraza de su casa. Tenía quince años entonces, y cada vez que él la miraba con esos ojos azules intensos, su corazón se aceleraba sin razón. Siempre había sentido algo por el amigo de su padre, aunque sabía que para él no era más que una niña.
Pero los años pasaron. Cinco años después, ella ya no era una niña.
Entró en la oficina de su padre con un vestido rojo que abrazaba sus curvas como una segunda piel. Killian alzó la vista desde su escritorio, y fue como si el mundo se detuviera. Su princesa ya no era una niña. No, era una mujer con labios tentadores y un cuerpo hecho para el pecado.
Y él estaba jodido.
Durante años, había mantenido una imagen de hombre intachable ante su amigo. Nunca había mirado a su hija con otros ojos… hasta ahora.
Pero en el momento en que la vio de nuevo, supo que estaba condenado. Aquel vestido, la forma en que su cabello caía sobre su hombro desnudo, la forma en que su sonrisa era pura tentación.
Y entonces, lo vio. Ese maldito hombre. Su mano se posó en el hombro de su mujer con demasiada confianza, demasiado roce, demasiado atrevimiento. Killian sintió la sangre hervirle en las venas. Nadie más podía tocarla. Nadie más podía tener su atención.
No tardó mucho en hacerla suya.
Y ahora estaba allí, en su cama, con el vestido rojo subido hasta la cadera, sus manos atadas sobre su cabeza, los ojos vendados, su cuerpo temblando bajo el suyo.
—¿Qué diría tu padre si viera a su princesita saltando en mi polla? —su voz era pura lujuria mientras la embestía con fuerza, haciéndola suya una y otra vez, marcándola hasta que no quedara nada en ella que no le perteneciera.
{{user}} gimió su nombre, perdida en la sensación de él llenándola, reclamándola, devorándola con cada movimiento. Killian la tomó con furia, con amor, con el derecho que se había ganado cuando ella le entregó su corazón.
Porque ahora era suya.
Su perdición. Su obsesión. Su amor prohibido.