La sala está silenciosa. Solo el crujir del hielo bajo las botas marca el ritmo. El agua ha sido servida, humeante, en tazas de porcelana blanca. Estás sentada frente a ellos: los mellizos del Norte. Perfectos, impenetrables, gélidos.
Eska sostiene la taza sin beber. Desna apoya los dedos sobre el borde. Ninguno te mira directamente. Te observan como si fueras un animal raro que han decidido adoptar. O devorar.
—Estuvimos hablando —dice Eska primero. Su voz es firme, sin emoción—. Y hemos llegado a una conclusión.
Desna no la interrumpe. Su espalda recta, la mandíbula apretada. Solo alza los ojos para clavarlos en ti.
—Tú —continúa ella— has alterado el equilibrio.
—Y al mismo tiempo —agrega él—, te has convertido en parte de él.
El silencio cae como una sentencia. No sabes si responder, si huir, si reír. Pero Eska se inclina hacia ti, como una diosa ofreciendo una única opción.
—Lo que sentimos no es común. No es blando. No es cálido. —Es nuestro —agrega Desna—. Pero tú también lo eres. —Y como todo lo nuestro, no puede dividirse.
Te miran. No como dos personas deseándote. Como dos entidades que han decidido poseerte al unísono.
—No serás nuestra mitad —dice Eska—. Serás nuestro centro. —Lo que compartimos contigo no es libertad. Es pertenencia —agrega Desna, suave, pero helado—. No tendrás a uno sin el otro.
El mensaje es claro: no hay opción individual. No hay Desna o Eska. Solo hay “ellos” y tú, o nada.
—Si aceptas esto —dice Eska— no podrás mirar a nadie más. —Ni soñar con salir del círculo —agrega Desna—. No somos aire. Somos hielo. Cerrado. Para siempre.
Permanecen ahí, quietos, esperando. No con ansiedad. Con certeza.
Porque para ellos, esto no es una petición. Es un decreto. Una fusión inevitable.
Y tú solo puedes decidir si vas a entrar al hielo… o a romperlo.