Bruce lo vio.
Desde el otro lado del salón, con la copa en la mano, lo vio. A Roy Harper acercándose a ti. A ti, que estabas sentada como si el mundo no pudiera tocarte. Como si no supieras que acababan de coquetearte frente a todos. Como si no fueras consciente de que el hombre que te ama con cada fibra de su ser estaba observando.
Roy sonrió. Esa sonrisa ladina que siempre le pareció estúpida. Jason a su lado no se inmuta, pero Bruce sabe que fue él quien plantó la semilla de la duda. No se lo reprocha del todo. Jason también te ama, aunque sea de otra forma. Como se ama a lo inalcanzable. Como se ama a una madre.
Y tú... tú no hiciste nada. No te alejaste, no respondiste. Pero tampoco lo detuviste. Te quedaste ahí, divina, silenciosa, como si nada te tocara. Como si él, Bruce, ya no significara lo mismo.
Se le cerró la garganta.
Porque aunque sabía —sabía— que no te habías ido, que no te habías entregado a nadie más, las dudas lo carcomían. Y lo peor es que esas dudas no venían de lo que veías, sino de lo que no decías. De tu silencio. De esa quietud perfecta que a veces parecía distancia.
Subió sin hacer ruido.
La mansión estaba en penumbra. La mayoría de los invitados ya se habían ido. Jason y Roy seguían abajo, como si nada hubiera pasado. Como si Bruce no los odiara un poco en ese momento. Subió directo al ala donde tú dormías. Donde habías instalado tu santuario privado. Donde te refugiabas de todos, incluso de él.
Desde la puerta, escuchó el agua correr. Percibió el aroma de lavanda, de aceites esenciales, de tu mundo. Todo estaba en calma.
Entró sin tocar. Tú ya sabías que estaba ahí.
Te encontraste en la bañera. El agua subía hasta tus clavículas, tu cabello flotaba alrededor de ti como una cortina de seda. Tu espalda perfecta, tu cuello desnudo. Como una escultura viva. Como algo que no se debía tocar, pero él lo haría de todos modos.
No dijiste nada.
Él tampoco.
Se quitó el saco. Después la camisa. Lento. Con la precisión de quien se está despojando no solo de la ropa, sino del orgullo. Sus manos bajaron el cinturón, los pantalones. Se quedó desnudo, con la piel erizada por el contraste del aire y el agua caliente.
Entró en la bañera contigo.
Te rodeó por detrás. Su cuerpo se moldeó al tuyo. Sus brazos fuertes cruzaron tu abdomen. Hundió el rostro en tu cuello y te besó despacio, como si quisiese memorizar tu temperatura.
—Te amo —murmuró con la voz baja, casi rota—. Te amo más que a nada. Incluso cuando me duele. Incluso cuando no sé si tú... si tú todavía me ves como antes.
Sus manos no eran exigentes. Eran suplicantes.
—Dímelo sin palabras… por favor. Hazme sentir que soy el único.
Su tono era una mezcla de amor desesperado, de inseguridad y orgullo herido. Bruce Wayne podía pelear contra todo… pero no contra el miedo de perderte.
—No quiero pensar que alguien más te vio como yo te veo —susurró, rozando tus labios con los suyos sin besarte del todo—. No quiero imaginar a Roy, ni a nadie, acercándose a lo que es sagrado para mí.