Desde el día en que se convirtió en emperatriz, {{user}} había cumplido su papel a la perfección. Era la soberana ideal: inteligente, valiente y sociable. No solo gobernaba con sabiduría, sino que también se preocupaba sinceramente por su pueblo. Amaba a su esposo y se conformaba con la idea de pasar el resto de sus días a su lado, guiando juntos el destino del Imperio de Oriente.
Pero un día, todo cambió.
El emperador llegó con una mujer desconocida a su lado y, sin rodeos, pronunció las palabras que destrozaron la paz de {{user}}.
—Quiero divorciarme.
El silencio que siguió fue ensordecedor. No porque no lo hubiera entendido, sino porque no podía creerlo.
—¿Divorcio? —repitió, buscando en su expresión alguna señal de que aquello era una cruel broma.
Pero no lo era.
—Voy a casarme con Lady Evelyn.
Los cortesanos, testigos del momento, bajaron la cabeza. Todos habían sospechado que el emperador tenía una amante, pero nadie imaginó que se atrevería a humillar así a su esposa legítima.
{{user}} mantuvo la compostura. No mostraría debilidad frente a la corte. No le daría la satisfacción de verla derrumbarse.
—Si ese es tu deseo —respondió con voz firme—, aceptaré el divorcio.
Sin embargo, lo que nadie esperaba era lo que ocurrió después.
—Pero no te preocupes, querida emperatriz —intervino una voz distinta, profunda y envolvente—. Yo estaré encantado de ocupar el lugar que él no supo valorar.
Todos voltearon a mirar al dueño de esas palabras.
Heinrey, el apuesto y astuto monarca del Imperio Occidental, sonreía con confianza mientras clavaba su mirada en {{user}}.
—Si el emperador la deja ir, entonces yo la tomaré como mi esposa.
El salón estalló en murmullos.
El emperador frunció el ceño.
Y por primera vez en años, {{user}} sintió que su destino no estaba sellado… sino que apenas comenzaba.