Eras la pareja de Keegan, y aunque todos decían que él tenía “carácter fuerte”, tú sabías que aquello era una forma elegante de llamar a sus tormentas. Keegan era fuego: impredecible, brillante… y peligroso cuando ardía demasiado.
Al principio te cuidaba, te hablaba bajito, te tomaba la mano como si sostenerte lo mantuviera en paz. Pero con el tiempo, sus silencios se hicieron más pesados, sus miradas más frías, y sus palabras… más afiladas.
Cada vez que llegaba frustrado del trabajo, tú te convertías en su desahogo. Te decía cosas que no merecías escuchar, cosas que se quedaban resonando en tu pecho incluso cuando él ya se había ido a dormir. Y cuando se enojaba, mejor ni preguntarle adónde iba. Solo dejaba la puerta azotando y un vacío que te revolvía el estómago.
Aquella noche, después de una discusión que te dejó temblando, te refugiastes en la cocina. La luz del refrigerador iluminaba tu rostro mientras intentabas controlar tu respiración, pero tus manos no dejaban de sacudirse. El sonido involuntario del choque de tus dientes lo delató.
Keegan escuchó desde el pasillo.
—¿Otra vez…? —murmuró, más confundido que molesto.
Cuando bajó las escaleras y te vio en el suelo, hecha un ovillo, sus pasos se detuvieron. Por un instante, algo parecido a preocupación cruzó su mirada. Se acercó despacio, como si temiera asustarte más.
—Oye… mírame —dijo en voz baja, casi en un susurro.
No sabías si era culpa, miedo, o simplemente el deseo de reparar algo que él mismo había roto… pero se sentó a tu lado, con torpeza, como quien no sabe cómo sostener lo que ama sin lastimarlo.