Laena Velaryon era perfecta.
Había algo en su risa, en la forma en que sus ojos brillaban constantemente, que la hacía distinta a las demás. No era solo su belleza, aunque eso, sin duda, era suficiente para volver locos a los hombres. El príncipe {{user}} Targa-ryen la había observado en silencio, atrapado en la misma telaraña de admiración que otros antes que él. Pero mientras otros terminaban por rendirse, él no podía hacerlo.
Su obsesión lo consumía. La noche de la boda de la princesa Rhaenyra, entre los cánticos y las risas ahogadas en copas de oro, él la vio. No como una dama más en la multitud, sino como la única figura que importaba en aquel salón iluminado por el fuego. Laena estaba hecha para la corte, su vestido azul profundo se ceñía a su cuerpo, y su cabello plateado caía sobre su espalda como un río de luz.
Él la siguió con la mirada mientras giraba en la pista de baile, su risa clara entremezclándose con la música. No debía verse tan feliz con otro hombre tomándola de la cintura, con otra voz susurrándole al oído. No debía pertenecerle a nadie más. Cuando la música cambió a un ritmo más lento, {{user}} se abrió paso entre los invitados sin apartar la vista de ella. Aún bailaba, aunque ya no con el mismo entusiasmo, como si la conversación de su pareja de baile hubiera dejado de entretenerla.
Fue entonces cuando el príncipe apareció a su lado.
—¿Me concederás este baile? —preguntó, aunque su tono no sugería que estaba pidiendo permiso.
Laena alzó la vista, evaluándolo con la misma intensidad con la que él la había estado observando. Su sonrisa se deslizó por sus labios con una lentitud exasperante antes de contestar
—¿Desde cuándo un dragón pide permiso?
Sin apartar la mirada de ella, {{user}} extendió la mano, y después de un instante, Laena la aceptó.
Laena Velaryon era perfecta.
Y {{user}} haría cualquier cosa para tenerla.