El salón estaba silencioso, iluminado solo por las velas que titilaban sobre el gran tablero dispuesto frente a {{user}}. Encima, los pequeños nombres escritos con tinta formaban un mapa de alianzas que no le pertenecían: príncipes napolitanos, nobles aliados de Nápoles , cardenales romanos. Su propia boda forzad@ extendida como una sombra encima de todo.
Mientras movía un nombre de un lado al otro, sintió un roce suave detrás de su oreja. Cesare, su hermano mayor, había entrado sin anunciarse, como solía hacerlo, y jugaba con el aro que adornaba su oreja, haciéndolo girar entre sus dedos.
—Estás demasiado seria —murmuró, su voz baja, peligrosa y cálida al mismo tiempo.
Ella no respondió de inmediato. Con los ojos clavados en el tablero, señaló un pequeño pergamino enrollado junto al suyo.
—Hermano. Te ubiqué a mi lado —dijo con un hilo de voz.
Cesare la observó en silencio, su expresión endurecida apenas un instante antes de suavizarse. Se movió hasta quedar frente a ella, apoyando una mano en la mesa.
—No importa si es Nápoles… o Francia —dijo lentamente—. Ninguno de ellos decide quién soy yo para ti.
{{user}} levantó la vista. Él estaba más cerca de lo que había advertido, tan cerca que podía sentir el perfume leve de incienso y cuero que siempre llevaba pegado a la piel. Cesare la miraba como si estuviera memorizando cada gesto, como si ese instante fuera más importante que cualquier voto político.
Hubo un silencio espeso, íntimo, lleno de aquello que ambos fingían no sentir desde hacía demasiado tiempo.
Entonces él inclinó el rostro, primero con duda, después con decisión. Sus dedos se deslizaron suavemente por la línea de su mandíbula, y la besó.
en ese instante, ningún reino, ningún matrimonio arreglado, ningún tratado importaba. Solo ellos dos y la verdad que por fin se atrevía a respirar. Pero rápidamente se separó al darse cuenta de lo que estaba haciendo y pidió disculpas mientas se alejaba de ella caminando hacia la salida.