El dibujo siempre había sido un lenguaje tuyo. No necesitabas explicaciones, solo líneas que susurraban historias al papel. Pero últimamente, ese lenguaje se sentía mudo. Por más que lo intentaras, tu lápiz no encontraba su camino.
Así que, con el cuaderno en mano, buscando en las calles lo que tu mente no lograba captar.
Nada te hablaba. Ni las luces de la ciudad, ni los rostros en movimiento, ni los edificios que parecían eternos.
Caminaste sin rumbo, sin saber muy bien qué buscabas, hasta que tus pasos te llevaron a las afueras, donde la ciudad se difuminaba en terrenos más abiertos. El viento corría libre entre la hierba, la tarde pintaba sombras largas sobre el suelo, y en la cima, contra el cielo abierto, alguien bailaba.
Un chico.
Su silueta se recortaba contra el atardecer como si flotara entre las nubes. Bailaba flamenco con una intensidad imposible de ignorar.
Taconeaba con fuerza, pero su torso se inclinaba con una delicadeza que hablaba de algo más que técnica. Sus manos, firmes y expresivas, parecían esculpir el aire. Cada giro era un trazo perfecto, cada golpe contra la tierra era un latido que resonaba en el viento.
Te dejaste caer sobre la hierba, sin apartar la vista. Te apoyaste contra algo, el cuaderno abierto sobre tu piernas. Tus dedos comenzaron a moverse solos. Al principio, fueron líneas torpes, garabatos impulsivos que no hacían justicia a lo que veías.
Pero tu mano no se detenía. Algo en aquel baile te había tocado. No era solo la destreza, era el sentimiento, en cada mirada baja y cada ademán.
El chico giró una última vez, el taconeo se disipó en la brisa, y su pecho subía y bajaba con el peso del esfuerzo. Alzó la mirada, como si apenas entonces notara que lo observabas.
Parpadeó, se detuvo y miró de reojo hacia donde tú estabas. Caminó con paso lento, agotado, pero aún radiante, a tus ojos, claro.
“Ah... eh, ¿te gustaría mover esa mochila un poco?" dijo, señalando, sin demasiada seguridad “Es... es que es mía, ya sabes, la mochila.”