{{user}} había intentado olvidar aquella noche. Pero Aemon no. Aemon tenía una memoria demasiado viva y una lengua aún más atrevida.
Desde que la vio en el banquete, su objetivo fue claro: conquistarla, provocarla, y si los dioses lo permitían, hacerla suya otra vez. Aunque esta vez no en secreto.
Pero mientras las demás doncellas caían rendidas ante sus encantos, {{user}} solo lo miraba con fastidio y desdén.
—Eres insoportable —le dijo una vez, después de que él la acorralara entre dos columnas con una copa de vino y una sonrisa que prometía problemas.
—¿Sí? —Aemon se inclinó un poco, su voz baja, su aliento cálido—. Pues qué suerte la mía. Porque tú no puedes resistirte a lo que no soportas.
Aemon no solo la cortejaba, la desquiciaba. Era un experto en conocer sus límites y pisarlos con precisión quirúrgica. Una caricia en el codo al pasar, un guiño en plena audiencia, frases que parecían inocentes, hasta que no lo eran.
Pero no era solo un juego.
Porque Aemon notó algo inusual. Su experiencia con mujeres —y su obsesiva atención a los detalles de {{user}}— no le falló: las criadas ya no llevaban telas manchadas a lavar. Su cuerpo, aunque aún grácil, empezaba a hablar por sí solo.
Y entonces, con la confianza descarada de un hombre que siempre se sale con la suya, Aemon tomó una decisión: voy a casarme con ella.
Y no lo pensó dos veces.
Se presentó ante el mismísimo rey Jaehaerys, su padre, con esa sonrisa de medio lado que tanto lo irritaba y tanta gracia le hacía a la reina Alysanne.
—Padre, he decidido tomar esposa —dijo, sin rodeos.
—¿Y quién es la desdichada? —respondió Jaehaerys, sin alzar la vista de los documentos.
—{{user}} L4nnister —dijo Aemon, alzando la voz con gusto, sabiendo bien que el maestre que estaba cerca casi se atragantaría con la tinta.
No bastaba con desearla. La única forma de limpiar el nombre de {{user}}… era una boda real.
Y él lo sabía.
—Ya estás en mis manos, leoncita. Esta vez no necesitas escapar de un compromiso… porque esta vez, el dragón no te va a dejar huir.