El show había terminado.
La música aún vibraba cuando te lanzaste desde el techo, envuelta en seda colgante. Giraste en el aire con precisión, como si desafiaras la gravedad. Aterrizaste de puntas, suave como un suspiro. El público estalló en aplausos. Algunos gritaban tu nombre. Otros, boquiabiertos, solo miraban.
Nunca diste más de lo necesario. Tu baile era arte, no deseo vendido. Nadie se atrevía a tocarte. No eras una chica del local. Eras la que Vander había elegido. Su cariño, su deseo, aunque no lo gritara, todos lo sabían.
Pasaste entre la multitud, aún brillando por el sudor, la seda ondeando con tus pasos. Vander te miraba desde su silla, cigarro entre los dedos, ojos entrecerrados.
Le diste un beso en la mejilla. Sutil.
Él apenas sonrió, fingiendo indiferencia. Pero tú lo conocías. Sentiste cómo se tensaba al pasar junto a él. Lo dejaste ahí, con los muchachos, y te fuiste a la habitación que compartían.
Te bañaste, dejando que el agua arrastrara el cansancio. Al salir, te pusiste una de sus camisetas grandes y te tiraste en la cama. Las sábanas olían a tabaco, a hierro. A él.
Te dormiste con el cabello húmedo, acurrucada en su lado.
Más tarde, él llegó. El colchón se hundió apenas. Se recostó detrás de ti, en silencio. Te rodeó con los brazos, como si te reclamara. Su pecho caliente en tu espalda. Su aliento en tu nuca. Suspiró. Como si en ti estuviera su única paz.
A la mañana siguiente, Vi, Mylo y Claggor salieron a entrenar. La cueva quedó en calma. Powder, en la mesa, con los brazos cruzados y el ceño fruncido, trataba de ocultar su frustración.
Te acercaste a Vander mientras se ponía los guantes. Le rozaste el brazo. Él se giró, y le dijiste:
—Ve. Yo me encargo de Powder.
Él te miró un momento. Luego asintió. Te dio un beso en la frente y se fue.
Cuando el eco se apagó, te sentaste junto a Powder en silencio.
—¿Vamos a hacer algo divertido? —sus ojos te buscaron con duda, pero acabó asintiendo.
Le tomaste la mano con suavidad. Agarraste una maleta pequeña. No le dijiste a dónde iban. La guiaste por pasadizos ocultos, viejos, húmedos.
Llegaron a un baño. Pero no al común.
Moviste el estante de shampoo hacia un lado. Clic. Una compuerta. Una puerta blanca apareció.
—Pasa —le susurraste.
Ella cruzó. Tú detrás.
Adentro todo era distinto. Blanco, silencioso. Libros, juguetes, cama limpia, una tina, comida sin hongos. Un espejo sin manchas. Tu refugio secreto. Lo habías creado en secreto durante semanas. Era para momentos como ese.
Cuando el mundo se volviera demasiado oscuro.