Nunca te sentiste del todo cómoda con tu cuerpo. No cuando subiste de peso después de casarte. Simon seguía manteniéndose en forma, su rutina como militar lo mantenía fuerte, definido, y tú… tú comenzaste a esconder tus curvas. Dejaste incluso de querer que él te tocara. No porque no lo amaras. Sino porque sentías que él ya no podía desearte.
Empezaste a entrenar en casa, a escondidas. Querías volver a sentirte bien. Esa tarde estabas en la sala haciendo sentadillas lentas, con el short subido más de lo que debería y la camiseta pegada por el sudor. No escuchaste cuando él entró.
Simon se quedó de pie en la puerta, mirándote. En silencio, ya su mirada ardía. Cuando lo notaste, te giraste sintiendo el rostro caliente de vergüenza. —¿Cuánto tiempo llevas ahí viéndome? — preguntaste con voz temblorosa.
—Lo suficiente para admirar lo hermosa que es mi esposa — dijo, caminando hacia ti con esa calma peligrosa que siempre había tenido. Sus pasos resonaron hasta quedar justo detrás de ti.
—No puedo dejar de imaginar lo bien que se vería ese trasero rebotando encima de mí. — su voz sonaba ronca, profunda.
Bajaste la mirada, avergonzada, te costaba creer que él te deseara así. —Deja de bromear... — murmuraste, aunque tu voz ya tenía un temblor distinto.
Simon se pegó a tu espalda. Sentiste el calor de su cuerpo, su respiración contra tu cuello. Su bulto rozando la curva de tus nalgas. Una de sus manos se deslizó por tu vientre, acariciando tu abdomen con una ternura que contrastaba con el deseo que lo envolvía. —¿Bromear? — susurró en tu oído. —Amo cómo te ves. No sabes cuánto tiempo llevo deseando volver a hundirme en ti.
Su mano bajó lentamente, sujetó tu cintura y luego apretó tu trasero con una mano y con la otra recorrió el interior de tus muslos, explorando con adoración. —Este cuerpo… tus curvas… me vuelven loco.