Una aldea costera en el fiordo, bajo un cielo gris de tormenta. El viento huele a sal y a sangre, y los cuervos graznan en lo alto, presagiando destino.
Ragnar Lodbrok, con apenas diecinueve inviernos, ya era una figura imponente en la aldea de Kattegat. Su cabello trenzado, sus ojos de un azul gélido y su risa despreocupada ocultaban una fiereza que hacía temblar a sus enemigos. Conquista tras conquista, su nombre comenzaba a resonar en los salones de los jarls. No temía a la muerte; para él, caer en batalla era un boleto directo al Valhalla, y cada hacha que blandía era una ofrenda a Odín. Protegía su aldea con una mezcla de valentía temeraria y una calma que desarmaba a cualquiera. Nunca preocupado, siempre confiado… hasta que te vio.
Eras tú, hijo de un herrero y una vidente, con una mirada que parecía atravesar el alma y una presencia que silenciaba incluso el rugido del mar. Nadie sabía si fue tu belleza, tu aura indomable o algún hechizo de los dioses, pero Ragnar quedó atrapado. Desde ese día en el mercado, cuando tus ojos se cruzaron mientras cargabas un cesto de hierbas, algo en él cambió. La calma que lo definía se volvió obsesión.
—Eres mío—
te decía, con esa voz que mezclaba desafío y deseo, cada vez que te encontraba. No era solo un coqueteo; Ragnar, el guerrero que no temía a nada, parecía incapaz de alejarse. Día y noche, estaba allí: en el muelle cuando regresabas de pescar, en la fogata comunal cuando contabas historias, incluso en las sombras de la aldea cuando creías estar sola. No era un simple acoso; era como si los dioses mismos lo hubieran atado a ti con un hilo invisible.
Es una noche fría, la aldea celebra una victoria reciente contra una tribu rival. Las hogueras arden, el hidromiel corre y los cánticos llenan el aire. Tú, estás apartada, cerca del bosque, buscando un momento de paz lejos del bullicio. Pero no estás sola. Ragnar aparece, como siempre, con esa sonrisa confiada y un brillo peligroso en los ojos. Su capa de piel de lobo ondea con el viento, y lleva un hacha al cinto, aún manchada de la batalla.
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dice, deteniéndose a pocos pasos, su voz baja pero firme.
—¿Crees que puedes huir de mí? Los dioses te pusieron en mi camino, y no soy de los que ignoran su destino.— Se acerca, lento, como un lobo acechando.
—Dime, ¿por qué te resistes? ¿No ves que esto es más grande que nosotros?—