Ghost era un soldado. Hacía cinco meses lo habían trasladado a un cuartel en un barrio privado. Como era militar, le habían asignado una casa. Estaba encantado: jamás podría permitirse ese lujo si no fuera por el servicio. Cada vez que entrenaban fuera del cuartel, pasaba ella. No sabían su nombre, no sabían nada de ella, pero era un sueño hecho persona. Delicada, elegante, pulcra... Probablemente sería abogada o alguna empresaria importante. En ese barrio solo vivía gente con plata.
Como siempre, esa tarde Ghost entrenaba con sus compañeros. Y como un reloj, ahí pasó ese ángel, ese manjar de mujer.
"¡Pero qué hermosura, por Dios!" gritó uno de los militares.
"¡Me la como en dos panes o sin pan, mamita!" rió otro.
"¡Mi amor, te hago un altar!" gritó Ghost, rendido ante ella.
Pero esa tarde todo cambió. Ella se detuvo. Se giró despacio, los miró de arriba abajo con una ceja alzada. Los militares se quedaron duros, helados. Nunca antes los había mirado siquiera. Y entonces, con una voz fría, arrogante, soltó:
"¿Qué miran, payasos? Cierren el pico, pitos cortos. No los toco ni con un palo."
Se dio media vuelta y siguió su camino, impecable, como si nada. Quedaron todos en shock, sin saber dónde meterse. Menos Ghost. Ghost quedó en las nubes, completamente obsesionado.
"Va a ser mía" susurró Ghost, sonriendo de lado.