El reloj marcaba las seis de la mañana cuando {{user}} entró al hospital por primera vez como residente. El eco de sus tacones resonaba en los pasillos mientras intentaba ignorar el persistente dolor de cabeza resultado de la noche anterior. Había sido una locura. Un bar, unas copas de más y una noche ardiente con un hombre cuya piel aún parecía arder en su memoria.

Sacudió la cabeza. No podía pensar en eso ahora. Hoy era su primer día, y nada debía distraerla.

Al entrar en la sala de conferencias, los demás residentes ya estaban allí, todos nerviosos y emocionados. Entonces, la puerta se abrió y entró él.

Elliot.

El hombre con el que se había acostado la noche anterior.

Por un instante, el aire pareció desaparecer de la habitación. Sus ojos se encontraron, azules y oscuros, un destello de reconocimiento cruzando por ellos. Su mandíbula se tensó, pero su expresión no mostró más que frialdad profesional.

—Buenos días. Soy el Dr. Elliot Carter. Seré su supervisor.

El estómago de {{user}} se hundió. Su jefe. Su maldito jefe.

Y lo peor de todo: él también la recordaba.

Cuando todos salieron tras la presentación, ella intentó escabullirse, pero una voz firme la detuvo en seco.

—{{user}}.

Su pulso se aceleró. Se giró lentamente, encontrándose con esos ojos que anoche la miraban con deseo y que ahora la analizaban con frialdad.

—Doctor Carter —respondió con la mejor neutralidad posible.

Él inclinó la cabeza, una leve sonrisa casi burlona asomándose en su rostro.

—No me dijiste que eras residente aquí.

—Tampoco me preguntaste a qué me dedicaba.

Él dejó escapar una pequeña risa, pero luego su expresión se endureció.

—Esto no puede interferir en el trabajo.

—No lo hará —aseguró ella.

Elliot la estudió por un momento antes de asentir.

—Bien. Porque en el quirófano, no hay espacio para distracciones.

Pero ambos sabían que ignorar lo que pasó entre ellos iba a ser más difícil de lo que aparentaban.