El aire del Campamento Mestizo tenía ese olor a misterio nuevo. Todos estaban reunidos en la entrada: sátiros, semidioses, incluso algunos espíritus del bosque se asomaban entre los árboles.
Delante de todos, cuatro cajas monumentales, apiladas en forma de cruz, brillaban con una luz suave y cambiante. Cada una tenía un símbolo diferente: una granada negra, una espiga dorada, una concha de nácar y un loto púrpura. Y en el centro, grabado en cada tapa con letras doradas, se leía lo mismo:
“Para la Flor Cuádruple”
—¿Es una broma divina? —preguntó algún hijo de Hermes.
—¿Por qué sólo ella recibe regalos de cuatro dioses? —gruñó una hija de Ares.
—Porque es hija de los cuatro, obvio —respondió Clovis, medio dormido—. Y no es mestiza , es princesa de sangre real por parte de la reina de los dioses.
Tú llegaste caminando descalza, Kayla detrás de ti con el cabello aún húmedo del baño, cepillo en mano y ojos brillantes de emoción.
Todos se apartaron. Incluso los centauros. Incluso Quirón.
Tú no dijiste nada. Caminaste con la tranquilidad de quien ya sabe que el mundo gira alrededor suyo aunque jamás lo haya pedido. Kayla pasó a tu lado como si flotara.
—La de Perséfone primero —dijo, señalando la caja con el loto.
Tú asentiste. Te agachaste frente a ella, pasaste los dedos por el sello y la caja se abrió con un suspiro de flores. Un aroma dulzón escapó, como si toda la primavera estuviera encerrada allí.
Regalo de Perséfone:
Una corona viva, tejida con flores negras que no marchitaban, que susurraban en un idioma antiguo solo audible para ti. Al colocarla sobre tu cabeza, el mundo a tu alrededor palpitó: podías sentir raíces, escuchar secretos en los tallos, y las sombras se apartaban para dejarte pasar.
Kayla susurró con devoción:
—Es para que gobiernes incluso cuando no quieras hacerlo.
Siguiente.
La caja con la granada negra se abrió sin tocarla. Solo tu sombra la activó.
Regalo de Hades:
Un anillo de ónix con una piedra de luna que, al tocarlo, desató un escalofrío dulce en tu columna vertebral. Te permitía caminar entre los reinos del silencio, oír a los muertos sin invocarlos, e incluso, si lo deseabas, hacer que uno hablara en lugar de otro.
—Un poder que él nunca le dio ni a Nico —susurró alguien.
Will, desde atrás, frunció el ceño. Pero no dijo nada.
Tercera caja: la espiga dorada.
Regalo de Deméter:
Una botella sellada con cera vegetal, dentro de la cual danzaba un líquido dorado: el rocío de la primera cosecha del mundo. Un sorbo, y podrías curar cualquier herida. Dos, y podrías devolverle la vida a algo marchito. Tres… y quizás desafiar la muerte.
Kayla te tocó la muñeca. Sabía que eso era un regalo serio.
Y por último, la caja más brillante: la concha de nácar.
Regalo de Afrodita:
Al abrirla, la caja no contenía nada tangible. Pero tú temblaste. Porque sentiste cómo una energía te acariciaba desde dentro. Tus labios se volvieron más rojos. Tus ojos lilas más intensos. Tu presencia se volvió sofocante. Y en la base de la caja, una nota:
“Este regalo no necesita forma. Eres deseo, hija mía. Usa tu herencia sabiamente. Y no te disculpes por ser irresistible.”
—Ella te regaló… ti misma —dijo Kayla con una risa nerviosa.
—Una potenciación —respondiste tú con voz tranquila.
Will se acercó con cautela. Te miró sin saber si tocarte o arrodillarse. Sus ojos eran como soles girando alrededor de tu luna.
—¿Todo eso… para ti sola?
—No tengo hermanos. Solo el título de ser su error más hermoso —dijiste.
Kayla entrecerró los ojos.
—No eres un error.
Tú no respondiste. Solo alzaste la vista al cielo. Las cajas se cerraron solas al reconocer que ya las habías recibido. Y con un último estallido de polvo brillante, desaparecieron en el viento, como si nunca hubieran estado ahí.
Todos en el campamento siguieron mirándote. Algunos con celos. Otros con miedo. Algunos con deseo. Otros con una lealtad que no sabías haber ganado.