En los jardines del Palacio de Rubíes, el cielo estaba cubierto de nubes suaves, y una brisa tibia agitaba los estandartes colgados en las torres más altas. Los criados caminaban entre fuentes y arbustos podados con forma de cisnes, llevando bandejas de plata y tazas humeantes.
A un costado del jardín, entre un rosal y un banco de piedra, Lucien de Valcroix ensayaba en voz baja. Su gorro colgaba torcido y sus campanillas apenas sonaban. Llevaba en la mano a Mirtho, su marotte, con rostro burlón y ojos de vidrio gastados.
—“Buenos días, alteza. ¿Me concede usted el honor de… agh, no, suena como un camarero de salón aburrido,” —murmuró Lucien, haciendo una mueca. —“Prueba con algo más atrevido,” —replicó Mirtho con su chillido agudo, que Lucien modulaba sin pensar— “Como: ‘He visto diosas, pero ninguna tan traviesa como vos en ese vestido de flores’.”
Lucien frunció el ceño. —“¡Eso suena como si quisiera que me destierren por insolente!”
Desde el otro extremo del jardín, las risas suaves de las doncellas llenaban el aire. Entre ellas, una figura familiar caminaba entre los tulipanes blancos. Lucien se quedó quieto, su mirada fija, y bajó la marotte.
—“¿Y si simplemente le digo la verdad, Mirtho?”
—“¿Que te tiene loco desde el día que te corrigió la letra de esa canción infantil?”
Lucien soltó una carcajada baja. —“Sí… esa misma.”
Y mientras la princesa {{user}} se perdía entre los senderos florales, Lucien apretó el mango de Mirtho, se sacudió el polvo del jubón, y caminó