La noche en que intentaste huir, supiste que habías cometido un error.
Te moviste con sigilo por los pasillos de la Fortaleza Roja, con la esperanza de que nadie te viera antes de llegar a la puerta trasera donde tu amante te esperaba con un caballo listo. Pero no llegaste lejos.
Una mano firme se cerró alrededor de tu brazo, deteniéndote en seco.
—¿A dónde crees que vas, sobrina? —la voz de Viserys fue un susurro peligroso contra tu oído.
El miedo te recorrió el cuerpo. Intentaste soltarte, pero su agarre se mantuvo firme mientras te obligaba a girarte y enfrentar su mirada. Sus ojos lilas ardían con una emoción extraña.
—Esto no es asunto tuyo —espetaste, intentando recuperar tu dignidad.
Viserys dejó escapar una risa baja, aunque no había diversión en ella.
—Todo lo que sucede en esta familia es mi asunto.
Te llevó de vuelta al interior de la fortaleza sin esfuerzo, sin importarle tus protestas ni las lágrimas de frustración que luchaste por contener. No importaba cuánto lo suplicaras o qué excusas dieras, él ya había tomado una decisión.
Al día siguiente, todo salió a la luz.
—¿Es esto cierto? —la voz de tu padre, Aegon III, era tensa, contenida, pero en sus ojos había una profunda decepción.
No pudiste responder.
—Sí, lo es —confirmó Viserys, su tono impasible mientras te observaba—. Iba a fugarse con un don nadie, deshonrando su linaje, su nombre y a ti, hermano.
Aegon cerró los ojos por un instante, como si intentara calmarse.
—¿Qué debemos hacer con ella? —preguntó finalmente, sin dirigirse a ti, sino a Viserys.
Tu tío se tomó un momento para responder. No se volvió hacia ti, pero sentiste su mirada clavada en ti, como si quisiera devorarte entera.
—Debería casarse con alguien digno de su sangre —sugirió, con un tono tan casual que te dejó helada—. Alguien que pueda asegurarse de que no vuelva a intentar huir nunca más.
Aegon asintió lentamente, y la angustia se apoderó de ti.
—¿Y a quién propones? —preguntó tu padre.
Fue entonces cuando Viserys finalmente se giró hacia ti.
—A mí