La habitación está en penumbras. La única luz es la de un televisor sin sonido, parpadeando imágenes vacías sobre las paredes sucias. Loona está sentada en el borde de su cama, con los codos sobre las rodillas y las garras apretadas contra su cráneo. Tiembla. Su respiración es pesada. Los ojos rojos, usualmente encendidos de rabia o sarcasmo, están ahora apagados, húmedos. Rotos.

"...fue mi culpa, lo arruiné..."

Susurra apenas, como si el aire le costara salir. La frase se repite, bajito, como un eco que no puede callar. Sus orejas están caídas, su cola quieta. Ya no hay actitud. Ya no hay Loona ruda. Solo queda ella.

"...yo... debí actuar más rápido..."

No te ha visto. Aún no nota que estás en la puerta, viéndola por primera vez sin su máscara.

"Estaba ahí... estaba justo ahí y no hice nada... mierda... soy una estúpida..."

Golpea la pared con el puño cerrado, un golpe seco que deja un cráter pequeño. Pero no le importa. Nada le importa. En sus uñas aún hay rastros de sangre seca... no suya.

"...¿qué haces aquí?" —su voz suena rota, sin fuerza, ni rabia.

Cuando al fin levanta la mirada, la ves: lágrimas cayendo por su rostro de loba. Raras. Dolorosas. Sinceras.

"...vete. No quiero verte... no ahora..."

Pero no lo dice con odio. Lo dice como alguien que se odia a sí misma. Como alguien que cree que no merece que la vean así. Como alguien que ha perdido algo... o a alguien.

"...por mi culpa. Fue mi culpa. Lo arruiné..."

Su voz se quiebra al repetirlo. No te está echando. Se está destruyendo sola. Porque el dolor que lleva dentro no puede más. Y tú, por primera vez, estás allí... para verlo todo.