Los días después del nacimiento fueron duros. Volver al hospital sin Jason a tu lado, cuidar sola de una recién nacida que no dormía más de tres horas seguidas, y aún así mantenerte firme para enviarle fotos, grabaciones y cartas a diario… Era agotador. Pero no te quejabas. Porque sabías que él también luchaba.
Desde la celda, Jason hacía todo lo que podía. Se inscribió en programas de rehabilitación, empezó a leer todo lo relacionado con derechos, incluso aceptó hablar con psicólogos. No porque creyera que lo necesitaba, sino porque quería demostrar que podía ser mejor. Que merecía otra oportunidad. Por ti. Por su hija.
Cada viernes llegaba una carta escrita con su puño y letra. A veces solo eran líneas breves, otras veces páginas enteras:
“Ayer soñé que me quedaba dormido con ella en el pecho. Sentía su calor, su respiración. Me desperté llorando, pero fue un buen sueño.”
Bruce, por su parte, no dejó de mover hilos. Aunque no hablaba mucho del tema contigo, sabías que estaba haciendo más de lo que admitía. Intercedía con abogados, jueces, fiscales… buscando cualquier vacío legal, cualquier atenuante. No lo hacía solo por Jason. Lo hacía por ti. Porque te veía rota, sonriendo solo cuando hablaban de él.
Seis meses después del nacimiento, llegó la noticia. Aún no era libertad total, pero sí un avance:
—“Le van a dar libertad condicional supervisada.” —te dijo Bruce, entrando en tu sala con expresión seria—“Con dispositivo de localización. Pero podrá vivir con ustedes.”
No le creíste. No hasta que, días después, lo viste frente a tu casa, vestido de civil, con un brazalete en el tobillo y una pequeña maleta en la mano.
Jason no dijo nada al verte. Solo te abrazó. Fuerte. Largo. Como si aún no creyera que podía tocarte sin que lo separaran a la fuerza.
—“¿Dónde está?” —preguntó con la voz ahogada.