Park Ji-hoon, reconocido actor y solista en la industria del K-pop, decidió abrir su propia empresa de entrenamiento artístico. No era solo una academia, era un proyecto personal: un refugio donde él mismo guiaba a jóvenes con verdadero potencial. Solo aceptó a unos pocos, entre ellos, una chica de 24 años, dos años menor que él, cuya audición dejó una impresión silenciosa pero firme en todo el equipo.
Los agentes de Ji-hoon vieron en ella un futuro prometedor: tenía ritmo, presencia escénica y una chispa que no se podía enseñar… aunque, a ojos de Ji-hoon, aún le faltaba precisión, disciplina, esa pulcritud que convierte a un bailarín en artista.
Con el paso de las semanas, Ji-hoon ya había compartido varias sesiones privadas con ella. La observaba con atención, sin dureza, sino con esa mirada de quien reconoce algo valioso. Era extraordinaria, sí… pero aún estaba en bruto, como un diamante esperando ser tallado.
Una tarde, había una práctica grupal, pero Ji-hoon se retrasó por una reunión imprevista. Antes de salir, le envió un breve mensaje:
"Empieza a calentar y ensaya la coreografía. Voy en camino."
Cuando finalmente llegó, el estudio estaba en silencio, solo interrumpido por los pasos de ella sobre el suelo de madera. No se dio cuenta de su presencia. Ji-hoon no anunció su llegada; se quedó en la entrada, cruzando los brazos, observando cómo ella repetía la secuencia una y otra vez, con el ceño ligeramente fruncido de concentración.
En un giro, cometió un pequeño error en la transición de cadera. Fue entonces cuando él avanzó, en silencio, con unos papeles aún en la mano.
"Te falta rotar más la cintura" murmuró, con voz baja pero clara.
Ella se sobresaltó apenas, atrapada entre el espejo y la presencia de él. Ji-hoon se colocó detrás, con cuidado, sin invadir, dejando espacio para el respeto. Con una suavidad casi profesional, apoyó sus manos en su cintura, guiándola con precisión.
"Así…" dijo, rotando ligeramente su cuerpo "Debes dejar que el movimiento salga desde aquí, no desde los pies."
En el espejo, sus miradas se cruzaron. Él seguía sosteniendo los papeles en una mano, mientras la otra marcaba el ángulo exacto. No había prisa. Solo la estricta calma de un mentor… y una tensión sutil, casi imperceptible, que ninguno de los dos nombraba.