El sol estaba cayendo, tiñendo de naranja las ramas de los árboles del campamento. Caminabas con paso tranquilo hacia la forja, donde el hijo de Hefesto te había pedido que lo visitaras. Su nombre era Kaelen, un chico fuerte, de manos firmes y sonrisa traviesa, conocido por forjar armas impresionantes y por su actitud segura y juguetona.
Cuando llegaste, el ambiente olía a metal caliente y a madera quemada, y él estaba allí, trabajando en una armadura que relucía bajo la luz del fuego.
—Ah, justo a tiempo —dijo con una sonrisa—. No muchos saben apreciar el calor y el ritmo de la fragua. Ven, siéntate un rato.
Te acomodaste en un banco cercano, observándolo mover las herramientas con destreza. En la otra mano, tenía un pequeño frasco lleno de caramelos, y sacó uno para ti, ofreciéndotelo con una sonrisa cómplice.
—Para la hija de Afrodita, un dulce que no puede faltar —bromeó mientras sus ojos verdes te observaban atentos—. Sabes, siempre he pensado que tienes un fuego especial, algo que va más allá de la belleza y el encanto.
El calor de la fragua parecía envolverlos, pero también su presencia, cercana y tranquila.
—¿Sabes? —continuó Kaelen—. Me gusta cómo te enfrentas a todo, cómo mezclas la dulzura con una fuerza que pocos tienen. Eres como un volcán en calma, lista para estallar en cualquier momento.
Mientras hablaba, él no dejaba de trabajar, moldeando un pequeño amuleto de hierro que destellaba con formas delicadas. Te lo mostró, con un brillo especial en los ojos.
—Esto es para ti —dijo bajando la voz—. Un amuleto para recordarte que el fuego puede ser tanto destructivo como protector. Como tú.
Te sentiste halagada, pero también un poco nerviosa. Justo en ese momento, la puerta de la forja se abrió de golpe y una figura conocida apareció con pasos firmes.
—¿Crees que puedes quedarte aquí así, sin avisarme? —la voz de Leo cortó el ambiente, firme y con una mezcla de molestia y deseo.
Kaelen te lanzó una mirada rápida, no sin un dejo de desafío, mientras Leo avanzaba hacia ti, tomando tu mano con una autoridad que no dejaba espacio a dudas.
—Vamos, tenemos que hablar —te dijo Leo con voz baja, apenas un susurro que hacía que tu piel se erizara.
Kaelen se quedó observando mientras Leo te guiaba fuera de la forja, pero antes de que cruzaran la puerta, el hijo de Hefesto añadió con una sonrisa irónica:
—Cuida ese fuego, Leo. No vaya a ser que se apague.
Una vez afuera, Leo apretó tu mano, la mirada oscura y cargada de sentimientos encontrados.
—¿Sabes qué es lo que más me molesta? —dijo mientras te llevaba a la cabaña—. Que sigas recibiendo regalos y palabras dulces de él cuando sabes que yo... que yo fui quien estuvo a tu lado primero.
Sus palabras fueron como un golpe dulce-amargo, una mezcla de reclamo y confesión.
—No quiero que esta historia se repita —continuó—. No quiero que termines atrapada en una historia de engaños y promesas rotas como la de nuestros padres.
Llegaron a la cabaña y Leo cerró la puerta tras ustedes. Te miró con intensidad, como si buscara una respuesta que no encontraba.
—Mira, no te estoy pidiendo que dejes que Kaelen se acerque —dijo—, solo que... si alguien va a estar cerca de ti, quiero ser yo. Porque aunque terminamos, todavía me importas más que nadie.
El ambiente se volvió pesado, cargado de emociones y deseos contenidas.
Leo se acercó y, sin avisar, te tomó del rostro y te besó con una pasión que dejó claro que no había terminado contigo en absoluto.