El sol comenzaba a descender tras las colinas de Xyrus, tiñendo el cielo de un carmesí suave mientras las torres del campus proyectaban sombras largas sobre los caminos empedrados. El aire fresco de la tarde traía consigo el murmullo lejano de los entrenamientos mágicos y risas dispersas de estudiantes que terminaban su jornada.
A tu lado, caminaba Arthur Leywin, como cada día. Su presencia era tan natural como el latido del corazón: tranquila, constante… y profundamente anclada en algo que iba más allá de la amistad.
Con las manos en los bolsillos y la mirada perdida entre las hojas danzantes, habló de pronto:
—Hay un viejo dicho —murmuró, sin necesidad de mirarte—. Que un hombre sabio parece débil cuando es fuerte… y fuerte cuando es débil.
Guardó silencio un momento, como si lo saboreara.
—¿Tú qué piensas de eso?
Esa pregunta, lanzada con aparente ligereza, llevaba el peso de alguien que lo había vivido. No era sólo filosofía; era su historia. La de un rey oculto tras el rostro de un muchacho.
Te miró de reojo entonces, con esos ojos azules que parecían saber demasiado para alguien de su edad. No había juicio en ellos. Solo curiosidad... y un extraño deseo de ser comprendido.