Marcaderiva siempre había sido un refugio para {{user}}, pero también una jaula. Desde que Viserys la había enviado allí, lejos de la mirada de la corte, lejos de Daemon. Sin embargo, el hijo que llevaba en sus brazos, con sus rizos plateados y ojos violáceos, era un recordatorio constante de su único pecado y mayor amor. Daemon había llegado de nuevo esa tarde, como lo hacía en sus breves escapadas de Desembarco del Rey. Ahora estaba de pie frente al fuego, con la mandíbula tensa y los brazos cruzados, observando al niño jugar con un dragón tallado en madera.
— No se como voy a seguir soportandolo... yo debería estar aquí, con ustedes, no escondiéndome como un ladrón en la noche. Él es mi hijo, mi sangre. Cada vez que alguien lo llama bastardo...
Se detuvo, pasándose una mano por el cabello, intentando calmarse. El mero pensamiento de oír a alguien referirse a su hijo con ese desprecio lo consumía. Daemon estaba atrapado en un peligroso juego, uno que lo obligaba a actuar tío cariñoso y no como el padre que quería ser. Cada caricia sobre la cabeza del niño, cada palabra de aliento, era un recordatorio de lo que no podía reclamar. Viserys lo había desterrado de {{user}}, mandándola a Marcaderiva con la esperanza de separarlos, de mantener intacta la frágil fachada de honor que la familia aún conservaba.
Y aún así, Daemon había encontrado una forma de volver a ella. Siempre lo hacía. El único consuelo que tenía era ver a {{user}}, ella cargaba con el mismo peso, aunque jamás lo mostrara. Marcaderiva era una prisión disfrazada de refugio.
—No puedo soportar esto, {{user}} —confesó en voz baja, su voz llena de una vulnerabilidad que rara vez mostraba—. No puedo soportar mirarlo y fingir que no es mío. Que no es el reflejo de todo lo que amo.