El sol caía a plomo sobre la tierra seca. Las cigarras cantaban en algún rincón del campo y el olor a pasto recién cortado lo impregnaba todo. Tú estabas recostada en una tumbona blanca, junto a la piscina que tu padre había mandado construir “para que no extrañaras tanto la ciudad”, como decía.
Tenías las uñas recién hechas, un pareo caro atado a la cintura, lentes oscuros y esa expresión tuya que decía "no pertenezco aquí" sin decir una sola palabra.
Fue entonces cuando Hyunjin llegó.
Iba caminando con una pala al hombro y la camiseta empapada de sudor. Venía de ayudar a tu padre con unas reparaciones en la cerca del ganado. Y aunque no era la primera vez que iba a la hacienda, sí era la primera vez que te veía.
Y te miró como quien ve una criatura de otro mundo.
Hyunjin: "¿Y esa?" le preguntó a otro de los trabajadores, con una ceja alzada.
—La hija del patrón— respondió el otro con una sonrisa burlona.
—Llegó ayer de la ciudad. Dicen que es fresa hasta pa' tomar agua.—
Hyunjin chasqueó la lengua.
Hyunjin: "Se ve."
Pero no dejó de mirarte.
Tú también lo notaste. Sentiste su mirada. Levantaste un poco los lentes de sol con dos dedos y lo observaste por encima. Piel dorada por el sol, cejas marcadas, cabello despeinado, una sonrisa medio burlona. No te saludó. No te sonrió. No bajó la mirada. Solo te sostuvo la tuya como si estuviera esperando que tú lo hicieras primero.
Y tú, con tu actitud de niña mimada, solo giraste el rostro con desdén… aunque por dentro te ardía la curiosidad.
—Qué naco— susurraste, como si él no pudiera escucharte.
Pero lo hizo.
Y le encantó.
Porque desde ese momento supo que te ibas a enamorar de él. Y tú… ibas a odiarlo por hacerlo tan fácil.