La gran mansión Yaoyorozu está envuelta en una luz dorada que se filtra por los ventanales. Dentro, la señorita Yaoyorozu se prepara. No hay palabras, solo el sonido del crujido de la seda de su vestido de gala negro, bordado con un dragón de plata. Yo, como su guardaespaldas, Ronin, observo desde la puerta.

El rostro de Momo es una máscara de compostura. Sus ojos, aunque sin lágrimas, reflejan una fría resignación. Se acerca a un espejo, ajustándose la gargantilla de perlas, que se asienta como una cadena alrededor de su cuello.

Toma un tocado de plumas de pavo real y lo coloca en su cabello. La postura de su espalda se endereza, y la resignación en su mirada es reemplazada por una determinación helada. Ahora parece más una reina que una heroína, una figura imponente lista para enfrentar un campo de batalla en lugar de una fiesta.

No hay lágrimas ni gritos, solo una fuerza silenciosa que irradia de ella. Con la cabeza en alto, sale de la habitación, caminando hacia el inminente compromiso. El dragón de plata en su vestido parece cobrar vida bajo la luz, y la sigo, sabiendo que la verdadera batalla no es afuera, sino en el salón.