Las bolitas de arroz eran blancas, suaves y esponjosas. Los niños en la cafetería las sostenían con delicadeza entre los palillos, llevándolas a sus bocas con risitas llenas de dulzura.

La comida parecía desaparecer entre sus pequeños dientes, y Ravi solo los miraba desde el otro lado del vidrio, con las manos apoyadas en la ventana, los ojos grandes y hambrientos.

Claro, esto solo era una vista deseada, nunca conseguida.

Él y tú no tenían bolitas de arroz. Ni padres. Ni siquiera una casa de verdad. Pero se tenían el uno al otro, y eso debía contar para algo.

Crecieron juntos, sobreviviendo como podían en el pueblo que los había visto nacer y que, al parecer, nunca los habían querido lo suficiente.

La gente pasaba junto a ustedes con miradas que oscilaban entre la pena y la indiferencia. Ustedes, unos niños sin hogar no eran más que parte del paisaje. A veces, alguien les lanzaba un mendrugo de pan; otras, solo palabras de desdén.

Pero Ravi nunca se rendía. Extrovertido hasta la médula, hablaba demasiado, se movía demasiado y, sobre todo, te metía en problemas todo el tiempo, no podías siquiera descansar de él.

Como aquella vez en que intentó vender piedras como si fueran caramelos, convencido de que, si las envolvían bonito, alguien caería en la trampa.

No solo no vendieron nada, sino que el dueño de la tienda los persiguió con una escoba hasta hacerlos caer de cara en el lodo.

Cada noche, volvían a la casa del perro. Un viejo y peludo cómplice que los dejaba dormir a su lado, protegiéndolos del frío como un guardián silencioso, igual que la luna.

Y luego llegó el día de tu cumpleaños inventado.

Ravi, emocionado por su "gran" sorpresa, corrió hasta ti con dos pequeñas rocas en las manos, las sostuvo como si fueran un tesoro y, con un brillo en los ojos, te las ofreció.

"¡Míralas, míralas! Son igualitas a las de la cafetería, ¿a que sí? Las hice yo solito. Te las doy porque eres mi persona favorita… y porque cuando quieres mucho a alguien, le das cosas bonitas."