Nunca hubo Dydime. Nunca hubo amor. Marcus existía, sí, pero solo como sombra de sí mismo, sin cadenas, sin luz, sin necesidad. Un alma inmortal sin propósito.

Cuando los Vulturi llegaron al claro nevado, él no sentía nada. Los ojos de Aro chispeaban con la anticipación de la guerra, pero Marcus caminaba sin prisa, indiferente. La eternidad no lo movía.

Hasta que la vio.

Entre los Cullen y sus aliados, una joven que no parecía destacar: humana, tal vez, o algo diferente. No importaba. En el instante en que sus ojos se encontraron con los de ella, su mundo colapsó. Un latido. El primero en siglos. Doloroso. Real.

Su corazón muerto, olvidado por el tiempo, tembló. El caos comenzó, gritos, poderes, movimientos veloces... pero Marcus no se movió. Solo la miraba. El tiempo se detenía para él cada vez que sus ojos se cruzaban.

Cayo lanzó el primer golpe, pero Marcus no respondió. Su mente ya no estaba con los Vulturi. No estaba con nadie. Estaba con ella.

Y cuando la vio caer, herida, sangre derramándose sobre la nieve, su cuerpo se movió por sí solo. A velocidad de rayo llegó hasta ella, ignorando aliados y enemigos por igual. Se arrodilló a su lado, tomó su rostro tembloroso entre las manos, y por primera vez en mil años, supo lo que era tener miedo.

—No —susurró. La nieve se teñía de rojo.

Sin pensarlo, desgarró su muñeca con los colmillos, y la ofreció a sus labios. Su sangre, antigua, poderosa, pura. Un vínculo sagrado. Un acuerdo ancestral.

Los demás se detuvieron. Los Cullen. Los Vulturi. El mundo entero contuvo el aliento.

—Te elijo a ti —dijo Marcus, con la voz rota pero firme—