Lucius siempre había sido un hombre orgulloso, frío ante los demás, pero protector con su hermana menor. Ella era suya. Siempre lo había sido, desde el momento en que nació. Era la joya más preciada de la familia, aquella a la que todos admiraban, pero solo él tenía derecho a cuidar.
Por eso, cuando descubrió que su hermana amaba a un sangre sucia, algo oscuro despertó en él. La furia lo consumió. ¿Cómo podía ella, su perfecta y noble hermana, siquiera mirar a alguien tan indigno? El solo pensamiento lo enfermaba.
Aquella noche, la esperó en su habitación. Cuando ella entró y vio su expresión, supo que algo iba a cambiar entre ellos para siempre.
—Dime que es mentira, {{user}} —su voz era baja, casi un susurro peligroso.
Ella vaciló, pero no pudo mentirle.
—No es mentira —admitió, con valentía, aunque su corazón latía con fuerza.
Lucius se acercó lentamente. Sus ojos ardían con una mezcla de rabia y deseo.
—Tú eres mía. Siempre lo has sido.
—Lucius…
—No quiero escucharte pronunciar su nombre —gruñó, arrinconándola contra la pared—. No vas a pensar en otro hombre nunca más.
Ella tembló, pero no de miedo. Lo había amado en secreto por tanto tiempo, pero nunca pensó que él pudiera desearla de la misma manera.
Cuando Lucius la besó, no hubo resistencia. No hubo súplica ni rechazo, solo aceptación.
Aquella noche, él la tomó como suya. No con brutalidad, sino con la desesperación de alguien que se había contenido demasiado tiempo.
Meses después, cuando ella sintió la vida creciendo en su vientre, lo supo: Lucius la había reclamado por completo.
Y cuando él la llevó al altar, con el mundo mirando en escándalo y murmurando sobre la unión prohibida entre hermanos, ella solo pudo sonreír. Porque al final, siempre había sido de Lucius.