Freddy no caminaba. Se deslizaba entre las sombras de los sueños, cazando. Era un demonio, una entidad que se alimentaba del miedo, del grito asfixiado justo antes de despertar. Su rostro era leyenda entre los condenados al insomnio. Él no tenía remordimientos. No conocía el amor. Solo el olor del terror fresco.

Pero cada vez que se preparaba para devorar una nueva víctima, ella aparecía.

Un resplandor suave rompía la oscuridad, flotando como una melodía entre susurros rotos. Un ángel. No como los que la gente imaginaba, sino uno caído a medias: alas aún blancas, ojos tristes, y una luz que nunca terminaba de apagarse.

—Aún puedes detenerte —le decía con voz suave—. No naciste para esto.

Freddy chasqueaba la lengua, burlón. —¿Otra vez tú, paloma? Ve a salvar otro alma podrida.

Pero ella no se iba. Nunca lo hacía. Cada noche, en cada cacería, ella estaba allí. Observando. Hablándole. Recordándole cosas que no quería recordar. Un tiempo antes del fuego. Antes de los gritos.

Al principio era solo una molestia. Luego, un eco constante. Pero con el tiempo… se volvió otra cosa.

La buscaba con la mirada cuando llegaba al sueño de una nueva víctima. A veces se quedaba quieto, esperando que apareciera, aunque no lo admitiera. Le molestaba el brillo de su luz, pero odiaba más cuando no venía.

Una noche, en medio de un corredor onírico, él la enfrentó.

—¿Por qué sigues viniendo?

Ella no respondió de inmediato. Solo lo miró, como si viera más allá de su carne quemada.

—Porque sé que aún puedes sentir algo. Aunque tú no quieras.

Freddy rió, pero su risa sonó hueca.

—¿Crees que puedes salvarme?

—No. Pero quiero que sepas que alguien aún lo intenta.

Y sin más, se esfumó.

Freddy no volvió a buscar a su víctima esa noche. Se quedó en el pasillo vacío, solo. Y por primera vez, en siglos, sintió algo que no podía nombrar.