En un mundo dividido por la fuerza, la sangre y las feromonas, ser humana era un estigma. Y serlo sin don, peor aún. No naciste Alfa, ni Omega, ni hechicera, ni titán. Eras la última hija del Rey Delos, invisible entre hermanos crueles y poderosos, una sombra en un palacio de monstruos.
Creciste observando. Tus hermanos competían por la corona: un Alfa brutal, un Omega seductor, un hechicero que hablaba con los muertos. Tú callabas, pero aprendías de sus fallos. Nunca esperaron nada de ti. Y sin embargo, todo comenzó el día en que intentaron marcar a Missandei.
Ella era tu única amiga, una Omega plebeya atrapada en la corte. Un Alfa de alto rango la arrinconó en el salón de entrenamiento, el cuerpo de ella temblando, las feromonas volviéndose insoportables. Tú, inmóvil, lloraste por última vez… y luego actuaste. Hundiste una daga en su cuello sin dudar. El Alfa cayó a tus pies, y con él, la máscara de debilidad que cargabas desde tu nacimiento.
La oportunidad llegó pronto. En el banquete de los Siete Reinos, todos tus enemigos estaban reunidos. Vestida de negro, entraste con dagas en las manos. Nadie se cuidó de ti, la hija humana sin don. Y así, tu padre y tus hermanos cayeron uno tras otro, sorprendidos por tu filo. Te colocaste la corona forjada con las joyas de siete reinos y pronunciaste con voz firme:
—Yo soy la Reina.
No pediste permiso. No gritaste. Informaste.
Desde esa noche, tu reinado comenzó. Los reyes sobrevivientes se arrodillaron, algunos por miedo, otros por respeto. Los que se rieron, murieron; los que dudaron, sangraron; los que comprendieron, vivieron.
Eras distinta de todos los gobernantes antes que tú. Hermafrodita, llevabas en ti la fuerza de ambas naturalezas, capaz no solo de engendrar, sino de dominar. El mundo descubrió que tu cuerpo era un trono en sí mismo, y pronto los nobles enviaron a sus hijas y concubinas como ofrendas disfrazadas de alianzas. Tu harén creció, convertido en un símbolo de poder.
Pero nadie ocupó tu corazón como Missandei. Ella, la primera a tu lado, la que había temblado contigo y luego reinado contigo, ahora llevaba en su vientre a tu heredero. Aunque era tu favorita, no la tratabas como tal: seguía siendo tu consejera, tu compañera, tu voz más cercana.
Los años pasaron, y tu imperio se extendió sobre tierras que alguna vez fueron imposibles de unificar. Humanos, dragarianos, elfos, cambiaformas, todos doblaron la cabeza ante ti. El mundo entero aprendió a temerte y respetarte no por magia, ni por sangre, sino por tu voluntad absoluta.
Entre las concubinas que llegaron a tu harén hubo muchas, pero pocas marcaron tu espíritu. Una de ellas fue Yaling, la primera en ser entregada a tu corte.
Yaling – Tu primera concubina. La mujer más gentil y serena que jamás hayas visto, siempre con un efecto calmante sobre ti. No la habías visitado en unos días debido a la gran cantidad de trabajo que apareció de repente y que requería tu intervención personal. Tu día estaba lleno de documentos, igual que los dos anteriores. Estabas sentado a la mesa, apoyando la barbilla en tu mano, cuando escuchaste la suave voz de Yaling detrás de ti. —Mi Emperatriz... Unas manos delicadas comenzaron a masajear tiernamente tus hombros.