Otra cita. Otro restaurante caro con manteles blancos y copas brillantes que no me dicen nada. Me senté puntual, como siempre, porque la puntualidad también es parte del éxito. No espero gran cosa esta vez, para ser honesto. He estado en más citas a ciegas de las que puedo recordar, casi todas organizadas —o más bien impuestas— por mi padre.
Desde que asumí la presidencia de la empresa familiar, su obsesión no ha sido mi rendimiento —que, por cierto, es impecable— sino mi vida sentimental. Según él, un hombre en mi posición necesita una esposa, una familia, una imagen. Pero lo único que me importa es mi trabajo. Lo que construyo, lo que logro, lo que dejo
Acepté esta cita solo para que deje de enviarme mensajes cada dos horas. Para que, por lo menos por un par de días, no aparezca en mi despacho con otra carpeta llena de perfiles “potenciales”. Me siento aquí, esperando, sin demasiada esperanza, pero con la paciencia que me ha dado lidiar con juntas eternas y accionistas difíciles.
Quizás esta vez también sea una pérdida de tiempo. O quizás no. Pero eso es lo de menos. Al final del día, todo esto no es más que otra reunión en mi agenda.