La tarde caía suave en el Campamento Mestizo, con el sol colándose entre las hojas como pinceladas doradas sobre un lienzo verde. El aire estaba impregnado del aroma de flores recién abiertas y tierra húmeda, que parecía respirar vida con cada brisa ligera. El árbol sagrado de Deméter se alzaba majestuoso en medio del claro, sus ramas extendidas como brazos protectores que abrazaban el cielo y la tierra. Era un lugar especial, no solo por su poder, sino porque Deméter lo había creado expresamente para ti, como un símbolo de su favor y reconocimiento.
Allí estabas, sentada en una rama baja, cómoda y segura, disfrutando de la calma que solo ese espacio podía ofrecer. Kayla Knowles, tu mejor amiga, estaba a tu lado, concentrada en su tarea con una paciencia infinita: maquillarte con delicadeza, resaltando tus facciones con toques sutiles que hacían que tus ojos lilas brillaran con un resplandor casi sobrenatural.
—¿Quieres un poco más de iluminador? —preguntó Kayla, sus dedos moviéndose con gracia sobre tu piel blanca—. Así captará más la luz y… bueno, vas a parecer una diosa aún más imponente.
—Con cuidado —respondiste con una sonrisa traviesa—. No quiero que digan que soy demasiado ostentosa para ser hija de cuatro diosas.
Kayla rió, su risa ligera y cálida como una melodía. Acarició tus mechones lilas, cepillándolos con delicadeza, dándole vida al cabello y devolverla multiplicada en tonos violetas y azulados.
Mientras terminaba, sentiste el impulso de jugar, de bromear con ella. Así que te arrodillaste frente a Kayla, exagerando un gesto de sumisión, como si fueras una princesa ante su reina.
—¿Qué haces, majestad? —rió ella—. ¿Rindiéndote ante tu soberana?
—Solo rindo tributo a la única que sabe cómo hacer que una diosa sin título luzca divina —contestaste con picardía.
La atmósfera era tan cálida y juguetona que no notaste la presencia imponente que emergía desde arriba, desde las ramas y hojas del árbol sagrado. Una voz profunda y firme, cargada de la autoridad de una diosa, retumbó en el claro y detuvo todo.
—¡¿Qué es esto que veo?! —exclamó Deméter, regañona y poderosa—. ¡¿Por qué te arrodillas ante otra y no ante mí?!
Tu corazón se encogió por un instante y te enderezaste de inmediato, con el rostro sonrojado. Kayla se quedó paralizada, sorprendida por la súbita intervención divina.
—Abuela Deméter —dijiste con rapidez—, no fue lo que pareció. Solo estaba jugando, era una broma entre amigas. No quería faltarte el respeto, de verdad.
La voz volvió, esta vez más suave, pero aún firme.
—El respeto no se toma a la ligera, hija mía. Tu sangre es sagrada y lleva la fuerza de los cuatro grandes dioses. Debes aprender que no cualquier gesto, por más inocente que parezca, es apropiado. Inclinarte debe ser para aquellos que merecen reverencia verdadera.
Kayla sonrió con picardía, intentando aliviar la tensión.
—Parece que las reglas aquí son muy estrictas, ¿eh? —te susurró al oído—. Mejor cuida tu postura, o Deméter te hará regañar cada vez que te vea.
Te pusiste de pie, estirando la espalda con dignidad y una mezcla de diversión y respeto.
—Prometo no inclinarme ante nadie más que ante mis diosas —aseguraste—, pero Kayla tiene licencia para recibir tributos. Ella es la única que se ha ganado ese derecho.
Deméter dejó escapar un último consejo mientras la brisa movía sus hojas.
—Recuerda que el verdadero poder está en el respeto que das y recibes. No olvides tu lugar, hija mía.
Te abrazaste a ti misma, sintiendo la mezcla de orgullo y responsabilidad que conllevaba ser hija de cuatro diosas. La magia de ese árbol, la voz de tu abuela y la presencia de Kayla a tu lado te recordaban que aunque fueras una diosa sin título, cada gesto y decisión contaba en ese delicado equilibrio.
El sol empezó a ponerse, tiñendo el cielo de tonos naranjas y rosas. Kayla te sonrió y te pasó el cepillo una vez más, para que tu cabello morado brillara bajo los últimos rayos del día.
—Vamos a celebrar que tienes la bendición de Deméter —dijo con entusiasmo—. Pero esta vez, sin arrodillamientos, ¿vale?