Habna ardía por dentro, aunque nadie lo notara.
Desde la llegada del suero Lazarus —la cura contra la muerte— el mundo se partió en dos. En Habna, la ciudad flotante de los inmortales, el suero no era milagro: era mercancía. Se vendía, se robaba, se adoraba. Las fiestas eran altares disfrazados de excesos.
En ese mundo tú eras un fantasma.
Una sombra que no hablaba.
No por trauma, sino por estrategia. Tu silencio era un arma. Imposible de rastrear. Irrompible.
Tu misión: infiltrarte en la fiesta de Van Aster, arquitecto del Lazarus, y robar su núcleo de datos. Para eso, debías entrar como una de sus invitadas privadas. Una más entre las mujeres dispuestas a venderse por poder.
La mujer que te preparó no preguntó nada. Solo dijo:
—Tu belleza es triste. Y eso es perfecto.
Sin peluca. Dejarían tu cabello suelto, como seda negra. Te maquillaron con delicadeza: mejillas sonrosadas, labios como heridas suaves. El vestido blanco flotaba en tu cuerpo como un velo antiguo. Con guantes, tacones, encaje. Parecías una flor en un campo de cenizas.
Y entraste. Rodeado de música elegante, luces doradas, mujeres artificiales. Los hombres devoraban. Las mujeres competían. Pero tú… eras algo más. Una mariposa entre cuervos.
Axel fue el primero en notarte.
Camisa entreabierta, piel marcada por cicatrices. Pelo oscuro, mirada ámbar. Una fuerza callada. Se acercó como si ya fueras suyo.
Te rodeó la cintura y murmuró:
—Eres toda una hermosura.
No dijiste nada.
Solo bajaste los ojos.
Y él rió, ronco, divertido:
—¿No hablas? ¿O solo murmuras cuando suplicas?
Una mujer se acercó y dijo:
—Van Aster quiere verla.
Fuiste llevado hasta su trono rojo. Rodeado de fieras. Van te observó como a una joya recién hallada.
—No te había visto antes. Qué delicia encontrarte.
Extendió la mano hacia ti. Iba a tocarte. Pero te apartaste.
Lento. Sutil. Como si su piel quemara.
—Al parecer es tímida —rió una mujer.
Axel ya se había levantado. Cruzó el salón y puso su mano en tu espalda.
—Ven —ordenó.
Lo seguiste sin preguntar.
Entraron a una habitación dorada. Cerró la puerta sin traba. No necesitaba protegerse. Él era el peligro.
—No eres como ellas —dijo, viéndote.
—Ellas buscan poder. Tú pareces hecha de cristal.
Tocó el lazo de tu cintura. Con cuidado. Como si temiera romperlo.
—¿Quién te trajo? ¿Quién te dejó entrar?
No hablas. Pero tu cuerpo grita.
Retrocedió.
—No dejaré que Van te toque.
Si lo hace, te rompe. Y yo…
Calló. Luego murmuró:
—Quédate esta noche.
Si no como mujer… entonces como secreto.