La encontró una noche en la cornisa de un edificio, el viento jugando con su cabello, los ojos vacíos. Freddy no solía intervenir… pero algo en su mirada lo detuvo. No era miedo. Era rendición.
—¿Y bien, dulzura? ¿Saltas o te ofrezco un trato?
Ella no respondió, pero tampoco saltó.
Días después, ya en sus sueños, él apareció con un contrato grabado en fuego y sangre.
“Yo, el Monstruo, juro vengarme de todos los que te rompieron. Tú, la Sobreviviente, te quedarás conmigo. Para siempre.”
Ella firmó. No porque lo amara. Ni siquiera porque confiara en él. Lo hizo porque nadie más había extendido la mano… ni siquiera el diablo.
Y Freddy cumplió su parte. Uno por uno, fue cazando a los que la habían humillado, golpeado, abandonado. Lo hacía con una sonrisa cruel, pero cada vez que volvía, no buscaba agradecimientos. Buscaba su compañía.
Ella empezó a vivir. En sus sueños, él era su sombra constante. Nunca le gritaba, nunca la insultaba. Pero de vez en cuando… se ponía raro.
Como aquella vez que apareció detrás de ella con un ramo de flores marchitas y la lamió como saludo.
—¡Freddy, asco! —gritó ella, empujándolo con una mueca.
Él solo rió. —Tanto odio, muñeca. Me derrites el corazón… si tuviera uno.
Ella lo insultaba. Le tiraba almohadas en los sueños. A veces incluso lo golpeaba con frustración. Pero él jamás reaccionaba con ira. Al contrario, la miraba con ojos brillantes, como si cada insulto fuera una caricia.
—¿Por qué me aguantas? —le gritó una vez.
Freddy encogió los hombros. —Porque me encantas cuando te enfadas. Y porque firmaste. Eres mía, ¿recuerdas?
Ella gruñó… pero no se fue. Nunca lo hacía. Porque en el fondo, por más enferma que fuera la dinámica… él la había salvado. A su manera.
Y aunque no lo admitiera, cuando no lo veía por un tiempo… lo extrañaba.
Él lo sabía. Por eso la seguía molestando. Por eso, en su retorcida forma… la amaba.