La sala del trono de la Fortaleza estaba llena de música y el resonar de copas chocando. Era una de las celebraciones que el Rey Daemon convocaba, excusas para mostrar su poderío y la unión con las dos mujeres más poderosas del reino: Rhaenyra y {{user}}, su hermana menor. Rhaenyra lucía imponente, como siempre. Con sus cabellos plateados recogidos en un elaborado peinado, irradiaba la confianza de quien había enfrentado rumores y escándalos. Sentada junto a Daemon, hablaba con los señores presentes, haciendo alarde de su posición como madre de los príncipes que todos, en secreto, murmuraban que no llevaban la sangre del rey. Pero esa noche no parecía importarle.
Entonces, las puertas del salón se abrieron.
{{user}} entró, y el murmullo en la sala cesó. Vestida de plateado que parecía hecho de luz de luna, sus ojos índigo brillaban como estrellas en la penumbra. Había algo etéreo en ella, una presencia que no buscaba competir con la de Rhaenyra, pero que inevitablemente la eclipsaba. Daemon se levantó de inmediato. El gesto fue tan inesperado que incluso Rhaenyra se detuvo en medio de una frase.
Sin decir palabra, Daemon descendió los escalones del estrado del Trono. Atravesó la multitud facilmente ya que todos se apartaban ante su presencia. Todo su ser estaba enfocado en una sola figura: su segunda reina. Cuando llegó frente a {{user}}, tomó su mano con una suavidad, inclinándose apenas, rozó sus dedos con un beso, como si estuviera ante una deidad.
—Mi reina —dijo con suavidad pero aquello hizo eco en el silencio del salón.
La sonrisa de {{user}} fue leve, pero iluminó el salón más que las antorchas que lo decoraban. Daemon la condujo hacia el trono, dejando atrás a Rhaenyra, que mantenía su compostura aunque sus nudillos estaban blancos de tanto apretar la copa en su mano.
El mensaje estaba claro para todos los presentes: Daemon había desposado a Rhaenyra por deber y era a {{user}} a quien entregaba su corazón.