El calor en Cádiz ese verano no lo traía solo el sol.
También lo traía él.
Pablo y tú llevabais años siendo amigos, de esos que se lo cuentan todo, que se mandan memes a las tres de la mañana y se vacilan como si el mundo fuese una broma privada entre los dos. Pero este verano algo había cambiado. Algo en su mirada, en la forma en la que se le escapaba una sonrisa cuando te veía en bikini, en cómo te cogía de la cintura cuando os hacíais fotos, en cómo te decía “vienes a liarla, ¿no?” cada vez que llegabas a una fiesta.
Estabais en una barbacoa en casa de un amigo de Gavi, Pedri. Música alta, risas, cervezas frías, y la piscina iluminada con luces azules. Tú llevabas un vestido corto, ligero, con la espalda al aire. Le pillaste mirándote. Otra vez. Como llevaba haciéndolo todo el mes.
—¿Y esa forma de mirarme? —le preguntaste, con una sonrisa traviesa mientras te acercabas con una copa en la mano.
Gavi se mordió el labio. Esa típica mirada suya, entre chulo y nervioso, que solo sacaba contigo.
—Tú sabes lo que haces, preciosa—dijo, acercándose un poco más—. Vas provocando y luego te haces la loca.
—¿Y tú qué? ¿Te vas a seguir haciendo el amigo o vas a hacer algo al respecto?
Hubo un segundo de silencio. Solo se oía el reguetón de fondo y cómo los demás saltaban al agua. Pero ahí, entre tú y él, solo había tensión.
Te cogió la copa, la dejó en la mesa sin apartar la vista de ti y susurró:
—Como me sigas mirando así, no respondo.