El aire sagrado del Olimpo olía a néctar y guerra. En el día de la gran celebración por la victoria de tu hija —la diosa de la astucia en combate—, los dioses se reunían en la gradería consagrada que Zeus te había ofrecido como regalo exclusivo. Sentada en el centro, elevada como reina indiscutible del panteón, tu figura resplandecía. Vestías un manto oscuro con hilos de plata, el vientre suavemente abultado por la nueva vida divina que gestabas. Hefesto te sostenía la mano con una ternura inusual para él, y tú, mordiéndote el labio suavemente, lo mirabas de reojo mientras tus dedos acariciaban el dorso de los suyos.
A tu alrededor, tus hijos ocupaban sus lugares: dioses de títulos únicos, inigualables, nacidos del amor carnal y sagrado entre tú y el dios del fuego.
—"¿Crees que será igual de buena en estrategia como tú, madre?" —preguntó uno de tus pequeños, el dios de los senderos ocultos del destino.
—"Ya lo es", respondió otro, el dios del silencio en la guerra, quien nunca hablaba… excepto para hablar de ti.
Hermes, sentado más abajo, lanzó una sonrisa cómplice hacia tus hijos. —"Una camada formidable, incluso yo tendría problemas para seguirle el paso al del arco triple. Lo vi correr ayer. Juraría que viajó en el viento."
—"Ese es mío" —dijiste con orgullo, y Hefesto te besó la mejilla.
Apolo, más solemne, alzó su copa. —"A la estirpe más armoniosa que los cielos han concebido. Cada uno, un himno a su madre."
Pero no todos compartían ese júbilo. Desde otra sección del templo, Afrodita murmuraba con sus ninfas, los ojos fijos en Ares, quien no podía apartar la mirada de ti. No era deseo lo que brillaba en sus pupilas, sino asombro... y algo más antiguo, más grave: arrepentimiento, tal vez.
—"Mira cómo la mira. Como si pudiera tocarla alguna vez" —susurró una de las ninfas.
—"Mírala... otra vez esperando. Nunca se cansa de multiplicarse..." —murmuró otra.
Tú no necesitabas escuchar para sentirlo. Lo sabías. Siempre lo sabías. Pero no apartaste la mirada de tu hija, que descendía de la arena con los cabellos sueltos, la sonrisa encantadora que heredó de ti, y ni un solo rasguño tras haber vencido al hijo de Ares en combate.
—"Lo hizo sin una sola herida... como tú lo harías" —dijo Hefesto, con un dejo de orgullo.
Te inclinaste para besarlo suavemente en los labios.
—"Lo hizo por su padre."
Tus hijos menores se reían a tu alrededor, y uno se acercó a tu regazo, trepando con su pequeño cuerpo dorado. Te bajaste el manto y lo acomodaste para amamantarlo, sin pudor alguno. Los mayores desviaron la mirada, incómodos y envidiosos a la vez.
—"Otra vez, madre... qué exhibicionismo tan tierno" —dijo uno, fingiendo sarcasmo.
—"Ya ni preguntan si es niño o niña. Solo asumen que será más poderoso que nosotros" —susurró una de tus hijas mayores, la diosa de los secretos devotos.
Hefesto acarició tu vientre mientras tu hijo mamaba. Su mirada no era la de un dios celoso, ni la de un esposo complacido. Era la de un herrero que había creado su obra más perfecta, una y otra vez, sin entender del todo cómo.
—"Vamos a tomar aire" —dijiste, rompiendo el silencio.