El atardecer teñía Smallville de tonos dorados y rojizos. Las espigas de maíz se mecían suavemente con el viento, como si recordaran los veranos de tu infancia. La granja de los Kent había sido testigo de tantas cosas: tus primeras risas junto a Clark, tus primeras escapadas nocturnas, incluso ese beso torpe y nervioso que compartieron bajo el viejo granero cuando apenas eran unos adolescentes. Tú nunca le diste mayor importancia. Para ti, Clark siempre había sido tu amigo, tu confidente, la persona que aparecía cuando regresabas agotada de patrullar como Spider-Woman. A veces se quedaba contigo hasta la madrugada, y sí, había ocasiones en que sus manos buscaban las tuyas con una ternura que se transformaba en pasión. No podías negar que en la intimidad era increíble, que sabía moverse con una paciencia ardiente y un deseo sincero. Pero para ti nunca dejó de ser “tu amigo”, ese refugio seguro donde podías descargar el cansancio y el fuego que llevabas dentro.
Para él, en cambio, tú eras todo. Clark nunca te vio como un simple apoyo después de las batallas. Tú fuiste su primera amiga cuando llegó a la escuela, la que se sentaba a su lado cuando los demás lo llamaban “rarito” por su fuerza extraña. Tú fuiste la primera en besarle, la primera en guiarlo en una cama, la que le enseñó que detrás de la fuerza había vulnerabilidad. Clark aprendió a ser hombre contigo, y en lo profundo de su corazón siempre creyó que esa conexión jamás se rompería.
Los años pasaron y él intentó seguir adelante. Salió con Lana Lang, que siempre le sonrió con dulzura en los pasillos de la preparatoria; con Lori Lemaris, aquella chica enigmática que le ocultaba secretos tan grandes como los suyos; con Lois Lane, la periodista brillante que no pudo aceptar del todo la vida de un hombre que desaparecía cada noche para salvar al mundo. Más tarde incluso se acercó a Diana, la mujer que todos consideraban su igual, una amazona que lo veía como el “hombre perfecto” en un mar de mediocridad. Pero Clark no quería ser perfecto, no quería ser un símbolo para ella. Quería ser humano contigo. Por eso la dejó ir también. Ninguna de ellas podía llenar el vacío que tú dejaste sin darte cuenta.
Ahora el presente lo golpea como un puño invisible. Metrópolis brilla bajo las luces de la noche, y tú luces un vestido blanco que parece robarle el aliento. Estás a punto de casarte con Bruce Wayne, uno de los pocos hombres que Clark respeta y, al mismo tiempo, uno de sus amigos más cercanos. Debería sentirse feliz por ti, por la sonrisa radiante que ilumina tu rostro, por la seguridad que emana Bruce al tomarte de la mano. Pero no puede. No cuando su pecho se aprieta con cada latido, no cuando el aire se llena de pétalos invisibles que florecen en sus pulmones como un castigo cruel. Te ama tanto que lo está matando.
Se acerca con esa sonrisa tímida que siempre reservó para ti. Su voz tiembla apenas cuando rompe el silencio: —Te ves increíble.
Su mano se extiende hacia tu hombro, retirando una mota de pelusa inexistente. Es solo una excusa, un intento desesperado de sentir tu calor una vez más. Sus dedos rozan tu piel y él contiene el impulso de detener el tiempo.
—Bruce es un hombre afortunado —añade, y sus labios saben a hierro, a sangre contenida por las flores que trepan por su garganta.